Federico Hernández Aguilar.27 de Octubre. Tomado de El Diario de Hoy.
Así se llama el manifiesto que la Cámara de Comercio e Industria de El Salvador hizo público la semana recién pasada, con motivo de celebrar sus 95 años de fundación. En apretada síntesis, la gremial empresarial más antigua del país se tomó el trabajo de recordarnos que, en efecto, las sociedades libres se vuelven vulnerables cuando olvidan los principios en que descansan sus sueños de estabilidad y desarrollo.
Ninguna sociedad es próspera, reza el documento, si no está edificada sobre valores básicos de convivencia que definan sus propósitos y los medios para lograr el bienestar común. La predictibilidad que otorga, aunque sea mínimamente, esta unidad de metas y estrategias, será siempre mejor que los movimientos pendulares de la improvisación o el aventurerismo ideológico en que a veces desembocan las inevitables sucesiones del poder político.
Un país que renuncia a la tarea histórica de discutir y definir los principios generales de sus apuestas en el tiempo, tarde o temprano quedará huérfano de motivaciones y, lo peor, dejará a sus ciudadanos a merced de la voracidad de esos incorregibles "vendedores de paraísos" que cada cierto tiempo, e incluso por tandas, asaltan nuestros imaginarios colectivos.
La vacuna que se han recetado a sí mismas las naciones más prósperas del mundo, con el objetivo de inmunizarse contra el virus del populismo, se llama "sentido común". La Cámara de Comercio no ha hecho otra cosa que reposicionar nuestro sentido común en dirección a las cuestiones fundamentales.
Para empezar, el derecho a la vida, a la libertad, a la dignidad y a la justicia, intrínsecos a todo ser humano. Por tener su origen en Dios, estos derechos naturales son anteriores a cualquier noción de Estado y, de hecho, a cualquier tipo de norma jurídica, por lo que atentar contra ellos significa lacerar lo más esencial de la persona.
Por supuesto, la valoración, aceptación y ejercicio práctico de estos derechos no pueden estar sujetos a la voluntad coyuntural de una mayoría, puesto que ninguna mayoría tiene legitimad para eliminarlos, limitarlos o desnaturalizarlos. Sin importar lo justa que parezca una causa, si su logro requiere violar los derechos naturales de las personas, entonces esa causa no es justa ni moral.
El derecho a la vida, por ejemplo, supone la obligación del Estado y de los particulares de asegurar que la existencia humana se desarrolle en todas sus etapas. El derecho a la dignidad, por su lado, exige que consideremos inadmisible cualquier poder que pretenda justificar los ataques a la integridad física o moral de una persona. No hay dónde perderse.
Si entendemos la libertad como el atributo o facultad humana de dirigir la conducta y pensamientos según los dictados de la propia conciencia, con responsabilidad y sin restricciones ni imposiciones externas, tendremos claro que sólo un individuo libre puede llenar de sentido su vida. Y sin embargo, aunque libre de hacer lo que considere correcto según su propio juicio, el ciudadano legitima su libertad en la medida en que no lesiona los derechos de sus congéneres.
Como bien lo apunta el manifiesto de la Cámara, únicamente los sistemas de gobierno inspirados en la libertad individual se han revelado aptos para promover los valores humanos y producir un mayor bienestar para las personas, sin distinciones de sexo, edad, religión o condición social. Esto es así porque la libertad individual adquiere rasgos insustituibles en el plano político: libertad de pensamiento, de conciencia, de expresión, de culto, de movilidad, de asociación y de iniciativa, dentro de un marco de normas ampliamente acreditadas por la sana convivencia social.
La libre iniciativa —esa facultad humana para emprender, arriesgar y producir— y el libre mercado —esa enorme confluencia de iniciativas individuales— son causa y efecto de la libertad económica. Sin verse amenazadas, las fuerzas creativas de las personas, impulsadas por legítimos deseos de superación, encuentran su expresión más diversa y productiva en el libre intercambio de bienes y servicios. La antítesis de este sistema, el centralismo o la planificación estatal, pretende regularlo todo desde la burocracia, como si existieran recetas económicas infalibles para conducir el desarrollo de una sociedad compleja.
La intervención del Estado puede volverse deseable para evitar los fenómenos que distorsionan el libre mercado —como los monopolios, la competencia desleal o los sistemas de privilegios—, pero en modo alguno debe tornarse una práctica permanente. El dirigismo estatal deriva en totalitarismo con inquietante facilidad.
Las libertades, sean políticas o económicas, sólo perduran en democracia, es decir, en ese sistema de gobierno basado en la división de poderes, el multipartidismo, el estado de Derecho, el respeto a la institucionalidad y el escrutinio ciudadano sobre el poder público.
Los países que han llegado a un consenso en torno a estos principios han preservado su libertad y garantizado su desarrollo. Aprender de ellos y de su sensatez nos ahorraría muchas tensiones.
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