En 1979, los signos del conflicto bélico interno inminente ya estaban en la atmósfera nacional. Eran sensibles para cualquiera que no buscara esconderse en alguno de los distintos mecanismos de negación instalados tradicionalmente en el ambiente.
Escrito por David Escobar Galindo.Sábado 21 de Noviembre. Tomado de La Prensa Grafica.
Los salvadoreños venimos de donde asustan, como se dice en términos coloquiales. De múltiples experiencias que asustan. Y estamos aquí, aún necesitados de reconocer y reconocernos el mérito de haber cruzado correntadas bravas y saltado sobre pedreros calcinantes. En los años ochenta del pasado siglo, hizo erupción el más destructor de los volcanes —o polvorines, que en este caso es lo mismo—: la guerra fratricida. Y cuando digo fratricida, y lo vengo diciendo desde hace años, sé que muchos gestos se tuercen, por eso de significar con el calificativo que fue una guerra entre hermanos. Pues sí, lo fue. Y así como la sangre derramada por violencia es la más negra de todas, aunque se la quiera colorear con cualquier tinte de heroísmo, la sangre de origen, es decir, la fuerza de la consanguinidad nacional, acaba por imponer su poder, si las cosas se desenvuelven con la naturalidad que deben tener, como fue nuestro proceso de negociación para la paz, una vez que la guerra —con el dolor visible de los pertinaces guerreros— se agotó a sí misma.
En 1979, los signos del conflicto bélico interno inminente ya estaban en la atmósfera nacional. Eran sensibles para cualquiera que no buscara esconderse en alguno de los distintos mecanismos de negación instalados tradicionalmente en el ambiente. A la luz de esa sensación de inminencia, emprendí un proyecto poético en forma de soneto. Y el primero de ellos fue escrito el 6 de agosto de aquel año: “Igual que en el soneto de Quevedo/ miré los muros de la Patria mía,/ y en lugar de la justa simetría/ sólo hay desorden, crápula, remedo.// Muros en que sus huellas deja el miedo,/ huellas que son la sangre en agonía,/ del que muere atrapado en pleno día/ y del que vive agonizando quedo.// Y ante los muros arde el pensamiento,/ porque no hay más atroz requisitoria/ que la que urge la patria mal vivida./ ¡Con la sed del amor en el aliento/ limpiemos estos muros de su escoria,/ mas no con muerte, no, sino con vida!”
Pero la guerra ya no era de ninguna manera evitable. Varios sonetos después, el del 15 de julio de 1980 dice: “Que entre el aire en las cámaras selladas./ Que el poder del jazmín venza los cactos./ Y sobre tantos cuerpos putrefactos/ se derramen las auras estrelladas.// ¡Manos que hablen con fuerza de miradas!/ Porque es tiempo, país, de humanos pactos:/ de las claras ideas con sus actos,/ del amor con sus manos trasegadas.// ¿O es que ha muerto el calor de la cultura/ con que desde un pasado entumecido/ comulgamos en aire y quemadura?// Ya bastante, país, la sangre ha fluido;/ y si te dejas ser común hechura,/ no aliente vencedor si no hay vencido”. He transcrito este soneto porque quedó ahí mi arraigada convicción de que la mejor solución, siempre, es la solución sin vencedores ni vencidos, como fue la nuestra.
Los primeros sonetos de la serie, bajo el título “Sonetos penitenciales”, fueron publicados en 1979; luego, 15 de ellos en la Revista Estudios, del Centro de Estudios Jurídicos correspondiente a julio-agosto-septiembre de 1980, cuando era presidente del Centro el doctor René Fortín Magaña y Director del Consejo de redacción el doctor Luis Nelson Segovia; la tercera edición se hizo también en 1980; la cuarta en la revista Nivel, de México, en 1981; la quinta, aumentada a 66 sonetos, en 1982. En ésta hay una nota inicial del autor que dice: “Este es un libro obsesivo, visceral y creciente (…) Quedan en él —queden, si acaso— algunas verdades tumultuosas y hurañas, y sobre todo, mi amor hincado y vivo por la tierra volcánica y florida donde se desarrolla —con la torpeza ideológica que caracteriza a este siglo repetitivo y emasculado—un drama de época: un terrible drama de época. Y quede también —si acaso—la esperanza después del drama”. Sí, la esperanza después del drama, que es lo fundamental. Pese a la sordera selectiva que caracteriza siempre en casos como éste al mundo exterior. Quedó dicho en un soneto atípico del 26 de agosto de 1981: “Abran Le Monde/ Oigan la BBC/ Miren 24 Horas/ Ahí están las salpicaduras// sobre las baldosas/ Las cabezas en sacos de yute/ Los niños con ojos/ de yeso// Pero el anónimo heroísmo/ cotidiano/ de los sobrevivientes/ jamás/ será/ noticia.” Y desde luego, la culpa interior y necesariamente interiorizable, lo que en otro lenguaje se llamarían causas estructurales, en un soneto también heterodoxo del 6 de noviembre de 1981: “Caminás, Patria, de la mano de tus sombras./ Los días —de alguna manera hay que llamarlos—/ se han acelerado como locomotoras ofendidas/ que salen aullando por la soledad de los descuajes:// y uno sólo puede subirse a los trenes mutilados/ si se avienta al peligro de la mutilación./ Somos, además, forasteros en el primer conocimiento/ de esta excursión al fondo del aire que creíamos respirar,// y era basura de alma,/ azufre de semejantes,/ llovizna de oscuridad:/ de ahí se desprendían —pavos reales— las sombras,/ espantadas por el fuego vicioso de la ley;/ y entonces me di cuenta de que —¡todos!— te habíamos amarrado los pulgares”.
Y, en el último soneto de la serie, del 17 de abril de 1982, el canto a la sabiduría vital, existencial y trascendental del pueblo salvadoreño, que convirtió los terrores, estragos y angustias de la guerra en palanca para la paz necesaria y construible: “No temas al silencio —te decía—,/ ni al ruido demencial. —No temas: alza/ lo que puedas del lodo que te embalsa,/ y sigue así, adelante, con el día.// No temas —te decía—la osadía,/ ni el oscuro turbión que te descalza;/ la cierta voz no temas, ni la falsa,/ que venas hay, y pese a la sangría.// Te decía: —No temas al acoso,/ no vayas en las sombras a perderte,/ como flor en las manos del tortuoso.// No temas —te decía— al viento fuerte…/ —¡Y vos, país, callando laborioso; /y vos, país, más fuerte que la muerte!
Pues sí, venimos de dónde asustan, y hemos trascendido sustos incontables. Que no se nos olvide esa capacidad de trascendencia, que es la que mejor representa la confianza en el futuro.
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