Desde sus cátedras y mediante sus prolíficos escritos, los jesuitas asesinados en la negra madrugada del 16 de noviembre de 1989 nos dejaron una valiosa herencia de honestidad intelectual.
Escrito por Joaquín Samayoa.Miércoles 25 de Noviembre. Tomado de La Prensa Grafica.
La semana pasada se cumplieron 20 años del asesinato de seis sacerdotes jesuitas en la UCA. Por razones de fuerza mayor, no pude asistir a los actos conmemorativos de esa fecha fatal y tampoco pude escribir mi habitual columna, pero no quiero dejar pasar la ocasión sin destacar algunos aspectos de esas vidas que fueron tan queridas para mí y tan ejemplares para una buena cantidad de salvadoreños.
Con Ignacio, Amando, Segundo y Nacho sostuve por varios años una relación de aprendizaje, amistad y colaboración, iniciada en mi época de estudiante de secundaria en el Externado de San José. También fui alumno de ellos en la universidad, en varios cursos de filosofía y psicología social. En los inicios de la revolución sandinista, trabajé por unos meses como asistente de Amando López, quien era entonces el rector de la UCA de Nicaragua y, en el momento de su muerte, me desempeñaba como asistente de Nacho Martín-Baró en la UCA de El Salvador.
Esa relación, en diversos roles y contextos, me permitió conocer facetas de su personalidad que no eran evidentes para quienes solo los conocieron superficialmente y, menos todavía, para quienes se atrevieron a juzgarlos sin conocerlos. Han pasado a la historia como mártires por la causa de la justicia, a la que dedicaron sus vidas con máxima generosidad, pero a mí se me revelaron desde mucho antes como personas profundamente humanas, hombres serenos y ecuánimes, sencillos en todas y cada una de sus acciones y relaciones.
Siempre asumieron su trabajo con entrega y seriedad, pero fuera del púlpito y del podio universitario, tenían todos un gran sentido del humor. Sabían disfrutar las cosas pequeñas de la vida cotidiana. A Segundo Montes, por ejemplo, le encantaba ir al estadio. Se sumaba a nuestro grupo de amigos del colegio para ir los miércoles a ver los partidos de fútbol de la liga mayor en el Flor Blanca. Gozaba platicando con las vendedoras de panes en las graderías. También se divertía esquivando en Viet Nam las bolsas en las que los de más arriba lanzaban algo que solo parecía cerveza.
En el aula, el padre Montes nos enseñaba a pensar ordenadamente para resolver identidades trigonométricas, demostrar teoremas de geometría plana o calcular resistencias en circuitos eléctricos. En la calle, nos enseñaba a relacionarnos sin prejuicios con la gente del pueblo y a divertirnos sanamente. Los más inclinados hacia las alturas del intelecto, Ellacuría y Martín Baró, eran maestros exigentes pero sabían ser comprensivos y tolerantes con los menos dotados. Nunca necesitaron pararse en un pedestal para ser grandes o hacerse inaccesibles para parecer importantes.
Las vidas de estos buenos amigos fueron ejemplares en muchos sentidos. Pero hay una parte importante de su herencia que los salvadoreños aún no reclamamos. Tan fuerte como su pasión por la justicia fue su compromiso con el cultivo de la razón. Ellacuría lo dijo una y mil veces: el modo específicamente universitario de transformar la realidad es el conocimiento y la fuerza de la razón. Martín Baró dedicó mucho esfuerzo a comprender, con las herramientas conceptuales y metodológicas de la psicología social, las muchas formas como las ideologías, desde las profundidades del inconsciente, limitan y distorsionan el ejercicio de la razón en la búsqueda de la verdad.
Desde sus cátedras y mediante sus prolíficos escritos, los jesuitas asesinados en la negra madrugada del 16 de noviembre de 1989 nos dejaron una valiosa herencia de honestidad intelectual. Eran académicos de primer nivel. Su honestidad nunca les permitió estar del lado de los poderes, fueran estos formales, fácticos o emergentes. Tampoco les permitió abrazar la violencia ni caer en idolatría de organizaciones o proyectos políticos.
Si su herencia hubiera sido monetaria, seguramente nos la habríamos apropiado. Pero una herencia de compromiso con el ejercicio riguroso de la función crítica atrae la incomprensión y la enemistad de los que solo pueden ver la realidad en blanco y negro, de los que creen que un buen fin justifica cualquier medio, de los que piensan que la crítica aplica solo a los adversarios.
Cualquier asesinato es una grave falta moral, pero el asesinato de estos jesuitas fue además un acto de suprema imbecilidad. Si algo le ha hecho falta a nuestro país en los últimos 20 años ha sido el liderazgo intelectual y moral que estos buenos hombres ciertamente habrían ofrecido para ayudar a El Salvador a encontrar las mejores soluciones y para denunciar las manipulaciones ideológicas de los falsos profetas que acaparan el escenario político.
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