Con lógica talvez, pero siendo siempre un inocente político, he creído que a base de convenios, consensos y pactos se puede gobernar con más efectividad y transparencia de cara a simpatizantes y no simpatizantes del gobierno de turno. En momentos de crisis económica y trastornos sociales, pareciera que un contexto de armonía entre gobernantes y gobernados se impone.
Escrito por Rafael Rodríguez Loucel. Viernes 20 de Noviembre. Tomado de La Prensa Grafica.
Uno de los temas de moda y de mucha cobertura mediática es la reforma fiscal anunciada y una vez más los potenciales contribuyentes o potencialmente afectados no están de acuerdo. Lógico, nunca lo estarán pues a nadie le agrada que le toquen su bolsillo y así empieza el estira y encoge, el “forcejeo” entre las autoridades económicas y las gremiales productivas, la trillada medición de fuerzas políticas. Mientras tanto el efectivo contribuyente (la mostaza del sándwich), más identificado con el asalariado y que declara su realidad económica a todo gato color, ese siempre será el pavo de la fiesta, sin voz ni voto.
Todos los gobiernos, sin excepción, en su despegue saturan sus discursos del eslogan de “gobernar en consenso”, lo cual debiese ser la tónica también de los países del tercer mundo que necesariamente tienen que contar en principio con la voluntad del tributante, reduciendo así la perniciosa costumbre de evadir o eludir el impuesto como parte de la cultura de “viveza”. A nadie escapa la insuficiencia de recursos financieros para cubrir un nivel de gastos absolutamente necesario y la limitada capacidad de endeudamiento público, lo que obliga a agotar las posibilidades del tributo como alternativa financieramente saludable. Pero el gobernante en un sistema democrático debe de consultar al gobernado y al elector al mismo tiempo.
Un pacto fiscal según los entendidos parte de una premisa: la determinación del nivel de gastos priorizado, acuerdo primario que idealmente debiese llevar un consenso de su distribución en concordancia con la escasez y las más apremiantes necesidades de un país que ya no admite derroches y corrupción. Una vez establecido ese mínimo necesario de gasto que fundamentalmente se alimenta con fondos ajenos que manejan las autoridades de Hacienda, se establece la capacidad de endeudamiento en concordancia con la capacidad de pago del país (capacidad productiva básicamente) y como resultante de ese ejercicio resultará una brecha que tendrá que ser cubierta con impuestos; se determina la carga tributaria vigente y el incremento necesario de la misma con sacrificio compartido para financiar un nivel de crecimiento que satisfaga las necesidades de una población en crecimiento y un margen para incrementar la calidad de vida de la mayoría de los salvadoreños. Una especie de ejercicio justo, participativo y equitativo para “cuadrar” la ecuación fundamental de ingreso es igual a gasto.
A un pacto fiscal como herramienta de política económica de este gobierno le apostaron muchos, pero el técnico es generalmente un ciego político que olvida que la razón de ser del político es el conflicto, la transacción a oscuras y la componenda; todo ello transitando en una sociedad imaginaria con grupos de presión que creen contar con fuerza suficiente y que tratan de imponer por todos los medios a su alcance su verdad, diciéndose: “nosotros tenemos la razón y ustedes están equivocados” y se olvidan de esa mayoría que los escogió como sus representantes.
El subdesarrollo es sobre todo de actitudes, más que de carencia material, y todo parece indicar que los países del tercer mundo tendrán que pasar por un proceso de aprendizaje y de acumulación de experiencia, pudiendo aprender del vecino con más práctica que disfruta de las ventajas de gobernar con convenios, consensos y pactos de toda índole.
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