Como el aire (y también, de otro modo abominable, como las burocracias) la vulgaridad resulta hoy en día tan cercana y omnipresente que –aun pareciendo esto increíble– no siempre es fácil detectarla con rapidez. Tanto nos hemos acostumbrado a ella.
Escrito por Alfredo Espino Arrieta.02 de Octubre.Tomado de La Prensa Gráfica.
La vulgaridad. La expresión es demasiado equívoca. Suele contraponerse a lo aristocrático o selecto –cuando no a “lo correcto”: la mera urbanidad. Suele ser sinónimo de ordinario, corriente, popular. Pero esto poco tiene que ver con el asunto. Mucho me temo que no exista la palabra necesaria para designar esa temible realidad, y habría que inventarla. Inconsciencia en su peor acepción; ignorancia infinita que se ufana de serlo; ausencia de algún auténtico sentido de lo bello y lo sagrado; identificación de valor con precio; desprecio por lo que no se comprende (y cuya existencia no se reconoce); cursilería sin opción; nihilismo disfrazado de realismo; exhibicionismo hasta la hez; cacofónica uniformidad; inercia profunda: unas cuantas expresiones que se aglutinan alrededor de esta cuestión.
Poco tiene aquella que ver con la ausencia de educación, y mucho menos en el sentido que actualmente se le da a esta: inoculación de información, cultivo exacerbado de la competitividad, adaptación forzosa a un único modelo, producción de soldaditos para lo único que, supuestamente, les espera: la guerra de la supervivencia. (Aunque quiero creer que la educación, entendida en un muy otro sentido, sí puede ser un antídoto temprano contra la, digamos, vulgaridad.)
Vista como fenómeno relativamente novedoso (por omnipresente, por ejemplo) la vulgaridad podría atribuírseles, en alguna medida, a la liberación y el igualitarismo, así como a la facilidad de difusión gracias a la tecnología. Pero hay siempre quienes piensan que este es asunto inherente a nuestra naturaleza, o “al corazón humano” –como creía el poeta Josef Brodsky. Otros opinan que se trata más bien de una mezcla de “natura y nurtura”, genes y circunstancia –lo cual, lo sé, tampoco arroja demasiada luz sobre el asunto. Alguien tan agudo como célebre (y vilipendiado) en su día dijo que la muerte y la vulgaridad eran los dos únicos hechos que en el siglo diecinueve no habían podido ser explicados satisfactoriamente.
Es curioso ver cómo tanta gente adopta, sin ningún tipo de filtro, cuanto surge a su alrededor, cuanto está de moda, como esponjas. (Basta no hacerlo compulsivamente para convertirse en un verdadero “raro”.) Sobrarían ejemplos y ejemplares muy diversos (y también muy semejantes) de este mal, en cualquier latitud y longitud del ser. Tampoco faltará, como es usual, quien diga que todo se reduce a cuestión de gustos. Y es eso precisamente a lo que me refiero: a esa indiferencia o fiera desconfianza ante el pensamiento y la consciencia, ese regodeo en la existencia vegetal (con el perdón de las verduras), esa profunda inercia, esa fobia hacia la diferencia, lo singular, lo auténtico, cuando no sagrado o merecedor, verdaderamente, de ser no visto sino contemplado. Eso.
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