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2010/10/10

LPG-Disciplina como norma pacificadora

 El proceso disciplinario debe comenzar prácticamente desde la cuna, tanto en el caso del individuo como en el caso de la sociedad. Nuestro país no tuvo la suerte histórica de vivir y vivenciar el ejercicio disciplinario desde sus comienzos republicanos.

Escrito por David Escobar Galindo.11 de Octubre. Tomado de La Prensa Gráfica.

 

Si algo ha faltado sistemáticamente en nuestra vida política y social es disciplina. Y esto deriva, en buena medida, de que el ejercicio del poder ha sido en el país muy poco edificante, y, por consiguiente, no ha sido capaz de ejemplarizar en las prácticas de la sana convivencia y de la autorrealización constructiva. El poder no ha tenido disciplina, sino dominio; y, al estar permanentemente absorbido por su propio interés, ha dejado de lado lo que le representa la razón de ser, que es el servicio al interés común. Tal forma de comportarse viene siendo especialmente pervertidora de las prácticas tanto públicas como privadas; y no es de extrañar entonces que tengamos que movernos, en el accidentado día a día, entre un cúmulo de distorsiones y perversiones.

Sabemos, por experiencia de vida tanto personal como colectiva, que la disciplina comienza siempre por el autocontrol de la conducta. Sin ese autocontrol, que es aprendido y que requiere un prolongado y dedicado aprendizaje, ninguna otra disciplina se sostiene. Con lo anterior queremos decir que el proceso disciplinario debe comenzar prácticamente desde la cuna, tanto en el caso del individuo como en el caso de la sociedad. Nuestro país no tuvo la suerte histórica de vivir y vivenciar el ejercicio disciplinario desde sus comienzos republicanos. Por el contrario, el poder se erigió de inmediato en el mal ejemplo de sí mismo y de la colectividad. De ahí parten casi todas nuestras indisciplinas posteriores, que se manifestaron como sumisión reconcomida, como opresión indisimulada y como subversión beligerante.

En estos momentos y circunstancias del país, donde en primer lugar se requiere disciplina es en el ámbito institucional y en los escenarios políticos. La institucionalidad ha tenido avances ordenadores, pero dichos avances no son suficientes para volverla de veras confiable. Tal déficit de confiabilidad es uno de los lastres más pesados que carga el proceso, y proviene de la indisciplina básica que continúa caracterizándolo. Esto se manifiesta aun en las conductas personales de autoridades y funcionarios cuando están al frente de su responsabilidad de trabajo. Es cotidiana la “cultura del exabrupto”. Y da pena observar cómo ante la menor molestia o inconformidad surgen las expresiones de descontrol en las reacciones, que son reveladoras de la falta de esa disciplina del comportamiento que es elemental en la convivencia civilizada.

Cualquiera podría pensar que una cosa es el comportamiento privado y otra el comportamiento público, y que tanto las manifestaciones del temperamento como las reacciones de la emotividad son cosas tan personales que no tienen por qué ser extrapoladas al quehacer público, en cualquiera de las formas en que éste se haga sentir. Pero, en realidad, no hay cómo hacer tales distingos en el plano de lo real. Somos lo que pensamos y lo que sentimos; y el clima social es resultado de lo que todos interactivamente sentimos y pensamos. De ahí que si en una determinada sociedad impera la disciplina de las conductas, tal sociedad será pacífica y convivible; y si ocurre lo contrario, los efectos también son los contrarios. En nuestro caso, es claro que lo que sigue prevaleciendo es la indisciplina, y por ello los resultados del vivir comunitario son como son.

En nuestro país lo que menos se ha desarrollado –y en muchos sentido ha involucionado– es la cultura del ejemplo. Y esto deriva, no nos cabe duda, de que el poder, en todas sus expresiones, ha estado asentado en el mal ejemplo del abuso, de la intolerancia y del práctico desprecio por la suerte ciudadana. En tales condiciones, no es de extrañar para nada que fuéramos avanzando sistemáticamente hacia la ruptura desmembradora, que fue la guerra. Saldar la guerra con una sutura casi providencial, en vez de que la mala praxis aprendida consagrara la perpetuación de las heridas, fue, entre otras cosas, una experiencia de ajuste disciplinario inmejorable. Desde luego, administrar evolutivamente la paz requiere otra clase de disciplina: la que reconoce como natural la igualdad básica de los seres humanos y el poder fundamental de los ciudadanos.

La permisividad consentidora nunca lleva a nada bueno; la disciplina constructiva es la que produce progreso, tanto en lo personal como en lo colectivo. Si, para el caso, por algo está fuera de lugar el garantismo extremo respecto de los menores que delinquen es porque ese garantismo es una forma simplista de la alcahuetería. Lo que necesitamos todos –y al decir todos queremos decir realmente todos– es disciplinarnos para ejercer responsablemente la función esencial en cualquier tiempo y latitud, que es la función de vivir. Y son los liderazgos nacionales y los representantes políticos los primeros obligados a ejemplarizar al respecto. No lo hacen, ni parecen estar en vías de darse cuenta de que deben hacerlo, y por eso hay tanto error sensible en los distintos quehaceres cotidianos y tantos trastornos acumulados como nubarrones malolientes.

Disciplina como norma pacificadora

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