Luis Armado González. 01 de Octubre. Tomado de Co Latino.
En El Salvador se vive en la impunidad cotidiana. A cualquier hora del día y en cualquier lugar la impunidad se hace presente no como algo excepcional, sino como algo permanente y sistemático. Hacen gala de esa impunidad buseros y microbuseros –que irrespetan abiertamente las normas de tránsito y violentan los derechos de quienes se interponen en su camino—, así como conductores de vehículos particulares que creen que en las calles lo que vale es la ley del más fuerte o del más temerario.
También hacen gala de esa impunidad quienes sin el menor reparo roban cualquier cosa que sea robable: desde prendas y objetos personales, pasando por el despojo de vehículos y al asalto a casas, hasta tapaderas de alcantarillas. A esas prácticas que se realizan a la vista de todos, se suman otras muchas menos llamativas –como las amenazas verbales, los empujones, el maltrato, los desaires y los desprecios— que carcomen la convivencia cotidiana pública y privada.
La contracara de esa impunidad –su ambiente propicio— es, por un lado, la liviandad de los mecanismos de coerción estatales, su debilitamiento y laxitud. Y, por otro, el poco (o nulo) arraigo de una cultura cívica, en la que se reivindique el respeto no sólo a las leyes, sino a la dignidad de los demás. Se trata de las caras de todo orden social: coerción y consenso, que no pueden existir la una sin la otra y que, cuando faltan o son extremadamente débiles, conducen a una guerra de todos contra todos y a una situación de “sálvese quien pueda”.
Es casi imposible no ver en El Salvador actual un país en el cual los mecanismos estatales de coerción son sumamente laxos y en el cual en lo absoluto ha arraigado una cultura cívica. Asunto difícil es entender por qué ello es así y, más aún, cómo fue que se llegó a tal situación.
La tentación de proponer conjeturas arriesgadas es mucha y eso es lo que se hace a continuación.
La conjetura es la siguiente: en El Salvador, en la transición de postguerra se desarticularon importantes mecanismos de coerción estatal de procedencia autoritaria y se debilitó la matriz cultural que era coherente con ellos –la cultura autoritaria—, sin que otros mecanismos de eficaces de coerción –insertos en una lógica democrática— y un ethos cultural democrático llegaran como relevo. Es decir, se quebraron los ejes coercitivos y culturales del orden autoritario, pero no se instauraron unos nuevos ejes coercitivos y culturales que aseguraran el orden social. Y es precisamente la ausencia de esos ejes la que explicaría el “desorden social” prevaleciente en El Salvador a lo largo de toda la postguerra.
Conviene insistir en que un régimen autoritario descansa, entre otros factores (como la arbitrariedad en el ejercicio del poder, la anulación de la crítica pública, el inexistencia de una competencia política pluralista, etc.) en mecanismos de represión eficientes –no destinados exclusivamente a la persecución política— y en una cultura en la cual, además de privilegiarse la sumisión y el respeto a la autoridad, se da un enorme valor al orden y a la estabilidad.
Idealmente, una sociedad que supera el autoritarismo y arriba a la democracia debería ver disminuido el peso de los mecanismos de represión (suplantados por la institucionalidad del Estado democrático de derecho) en el mantenimiento del orden social y aumentado el peso de las prácticas sociales inspiradas en valores y creencias democráticas.
Pero ¿qué sucede cuando, en una situación de transición del autoritarismo a la democracia: (a) los mecanismos de coerción, que reemplazan a los heredados del autoritarismo, son débiles; (b) la institucionalidad del Estado democrático de derecho no funciona o funciona mal; y (c) la cultura democrática brilla por ausencia, y lo que perviven son resabios culturales del autoritarismo, diluidos en el mar de una cultura consumista globalizada? Es probable que lo resulte de ello sea el caos y la anomia. Y es que el “vacío de poder” dejado por al autoritarismo debe ser llenado por un ejercicio de poder democrático. Es decir, un ejercicio de poder estatal y social basado en la ley y en las exigencias de justicia que son intrínsecas a la misma.
Cabe sospechar que en El Salvador de la postguerra ese vacío de poder autoritario no fue llenado –no ha sido llenado— por un ejercicio de poder democrático. El poder autoritario se fue, pero el poder democrático no se instauró. En ese vacío de poder estatal-social dejado por el autoritarismo –y no llenado por la democracia— es que amplios sectores de la sociedad se han encontrado libres de constreñimientos, sin instancia alguna que ponga límites a lo que decidan hacer, de manera legal o ilegal, violenta o pacífica.
Al soltarse las amarras autoritarias, se dejó en manos de los salvadoreños y salvadoreñas la responsabilidad de llevar una vida ordenada, respetuosa no sólo de la legalidad, sino de la dignidad de los demás. Demasiada responsabilidad para quienes históricamente se acostumbraron a cumplir la ley por la fuerza y no por el convencimiento. Sobre todo, cuando –sin un nuevo ethos cultural y con un débil entramado institucional— la precariedad socio-económica no cesó de golpear a amplios grupos de la sociedad que, además, estuvieron sometidos –y lo siguen estando— a una oleada de valores consumistas en los que se da un lugar privilegiado al éxito fácil y a la ostentación de bienes materiales.
Pareciera ser que los salvadoreños y salvadoreñas pedimos a gritos la presencia de un policía en cada cuadra que con el garrote en la mano nos obligue a cumplir leyes que nos permitirían vivir mejor. Basta con mirar a quienes manejando a toda velocidad no dejan de hablar por celular o a los conductores de buses, microbuses y vehículos particulares que irrespetan sistemáticamente las leyes de tránsito, generando caos y violencia: claman a gritos por una policía dura y agresiva que los vigile y meta en cintura cuantas veces sea necesario hasta que entiendan que lo que hacen no está permitido.
No se trata de añorar el autoritarismo. Se trata de caer en la cuenta de que el asunto no es sólo librarse del mismo, sino de crear los mecanismos políticos, sociales y culturales de relevo. Dicho de otro modo: no se trata sólo de deshacerse de algo malo, sino de reemplazarlo por algo mejor. Cuando un ciudadano o ciudadana camina por las calles de San Salvador (o por cualquier rincón del país) y se topa cara a cara –como víctima indefensa— con la impunidad, los abusos y la violencia es inevitable que se pregunte (no por intereses teóricos, sino de supervivencia cotidiana) si lo que hay ahora es mejor que lo que se dejó atrás.
Límites a la impunidad mediática
Luis Armando González
En la larga noche autoritaria vivida por El Salvador, las grandes empresas de comunicación –prensa escrita, radio y televisión— se acomodaron bien al mandato del poder militar y oligárquico, no sólo legitimando y encubriendo los abusos que se cometían en contra de la sociedad –y principalmente, en contra de la oposición política e ideológica—, sino azuzando la persecución y la represión violenta de quienes se atrevían a desafiar el orden establecido.
A cambio de esa complicidad recibieron prebendas de todo tipo, gracias a las cuales
acumularon una importante cuota de poder. Con ese poder acumulado en sus manos –un poder de procedencia autoritaria—se hicieron presentes en el escenario de la postguerra, ofreciendo un respaldo casi incondicional a ARENA que, por su parte, en los 20 años que gobernó continuó dándoles prebendas económicas que les permitieron convertirse en las gigantescas empresas de publicidad que son ahora.
Bajo el autoritarismo, la democracia, el respeto a los derechos humanos, la ética y el profesionalismo les fueron absolutamente ajenos: los ataques mediáticos contra los jesuitas de la UCA a lo largo de 1989, y que culminaron en su atroz asesinato y el de Elba y Celina Ramos, ilustran sin discusión alguna esta complicidad criminal de la empresas de comunicación que realizaron esa campaña de taques con quienes planificaron y ejecutaron ese asesinato colectivo aquella madrugada del 16 de noviembre de 1989.
Y, sin embargo, en la postguerra, mediante un golpe de mano audaz, las grandes empresas de comunicación se autoerigieron en las guardianas de la democracia y en las depositarias de la libertad de información y de expresión –entendidas estas últimas de una manera bien particular: como la atribución incuestionable de decidir qué es información (y cuál es la información que debe llegar a la ciudadanía) y de difundir ante el público cualquier cosa que sus propietarios consideren legítima para defender sus intereses y los de sus aliados empresariales y políticos (lo cual no excluye atacar, vilipendiar, denigrar y agraviar a personas e instituciones a las que se percibe como “enemigos” a destruir).
Bajo el autoritarismo, las grandes empresas de comunicación no gozaban de libertad de expresión ni de libertad de información, pues lo único que les estaba permitido era decir lo que agradaba a los gobiernos militares de turno. Por supuesto que eso ni indignaba ni molestaba a sus propietarios, pues no sólo sintonizaban con el conservadurismo antidemocrático y anticomunista de los militares más retrógrados (y los civiles que los apoyaban), sino que eso les dejaba pingües beneficios económicos y la capacidad de influir en la toma de decisiones políticas.
En ese marco, los propietarios de las grandes empresas de comunicación se acostumbraron a la impunidad, en sintonía con la impunidad de la que gozaban oligarcas y militares.
Esa impunidad fue asumida y proclamada como “libertad de prensa”, pero no había tales de esa libertad: porque no se podía decir (en opiniones e informaciones) todo lo que se podía y debía, sino sólo lo que era admitido por las camarillas militares gobernantes. Al cierre de los años setenta diferentes medios alternativos (La Crónica del Pueblo, El Independiente, UCA Editores, por ejemplo) pagaron caro –con bombas, exilios y asesinatos— su atrevimiento de salirse de los moldes autoritarios.
En los 20 de ARENA no fueron las bombas, exilios y asesinatos, sino el ahogamiento económico, que se usó como castigo contra los medios de comunicación alternativos que se atrevieron a desafiar los engranajes de poder establecidos.
En la postguerra, el hábito de la impunidad no fue superado por las grandes empresas de comunicación que, aunque soltaron las amarras que las ligaban a los militares, pronto forjaron otras con ARENA y con los grupos empresariales emergentes en el contexto de las reformas neoliberales y la terciarización de la economía. Lo nuevo este escenario fue la pretensión de las grandes empresas de comunicación de dejar de ser un actor subordinado a otros grupos de poder –económicos y políticos— y de convertirse en agentes de poder, en agentes capaces de influenciar en las esferas políticas y empresariales a partir de la propia cuota de poder acumulada.
Nada de ser sirvientes del poder: de lo que se trataba era de ser agentes de poder. Más aun, de lo que se trababa era de estar por encima de los demás agentes de poder –estatales, principalmente, pero también privados, académicos y empresariales— y de la sociedad, enjuiciando a quien fuera, exponiendo públicamente las debilidades de los demás, fijando los temas de discusión pública y estableciendo los criterios normativos de lo que es democrático o no lo es… Y por supuesto, abrogándose el derecho a no ser enjuiciados ni limitados en su poder por ninguna instancia estatal o privada, por ser precisamente la instancia normativa, ética y política, superior a cualquier otra.
¿Y la ley? En esta autopercepción mediática, la ley vale para los demás, a quienes se les tiene aplicar con la mayor dureza. Sin embargo, no vale para las grandes empresas de comunicación que están por encima de la de la ley y de lo que ella supone en cuanto a la justicia y la igualdad. En la autopercepción mediática, los propietarios, editores y jefes de información de las grandes empresas de comunicación no son iguales al resto de los ciudadanos y ciudadanas. Son mejores, son superiores, son los guardianes de libertades sagradas (de información y de expresión) tal como ellos las han definido. Qué importa que en esa concepción se incluyan y legitimen abusos contra la integridad y dignidad de ciudadanos y ciudadanas: eso es irrelevante, puesto que no hay otra manera de entender la libertad de expresión y de información –según los propietarios de esas empresas y sus colaboradores incondicionales— que como ellos la entienden y defienden.
Lo anterior ayuda a entender lo catastrófico que ha sido, para los círculos mediáticos más poderosos, la sentencia de la Sala de lo Constitucional de la CSJ respecto del Artículo 191 del Código Penal. Esa sentencia constituye en dique a la impunidad mediática, pues los magistrados constitucionalistas Belarmino Jaime, Sidney Blanco, Rodolfo González y Florentín Meléndez eliminaron del ya mencionado Artículo 191 el inciso tercero, que libraba de la cárcel a aquellos propietarios, editores y responsables de programas en medios de comunicación que cometieran los delitos de difamación, calumnia e injuria. Entre otros aspectos que hacen de esta sentencia un modelo de jurisprudencia, se recoge aquí esta parte de la misma, que es sumamente contundente:
“Teniendo en cuenta las disposiciones internacionales citadas, así como los precedentes y jurisprudencia de los órganos respectivos, se concluye que en los sistemas universal e interamericano de derechos humanos los derechos al honor e intimidad, en un extremo, y la libertad de expresión y de información, en el otro, se encuentran recíprocamente limitados, debiéndose garantizar legalmente la protección de ambos, por lo que es en los casos concretos donde se debe establecer qué derecho prevalecerá en determinadas condiciones, en cuanto a su ejercicio práctico.
Ahora bien, se ha establecido que el art. 191 inc. 3º del C. Pn. viola los arts. 2 inc. 2º, 3 inc. 1º, y 6 inc. 1º Cn., ya que excluye de toda responsabilidad penal a una categoría de sujetos, aun cuando actúen con un propósito calumnioso, injurioso o de ataque a la intimidad o a la propia imagen de otras personas. Dicha exclusión también es contraria a las normas internacionales citadas, ya que éstas no dan cobertura alguna al ejercicio abusivo o ilegítimo de la libertad de expresión y de información. Por el contrario, claramente ordenan a los Estados que protejan legalmente los derechos a la vida privada y familiar y a la honra de todo ataque proveniente de particulares, con independencia de la condición personal de éstos.
Por las razones anteriores, se concluye que el art. 191 inc. 3º del C. Pn. viola por acción refleja el art. 144 inc. 2º Cn. (en relación con los arts. 17 y 19 párrafo 3 letra “a” del PIDCP y 11, 13 párrafo 2 letra “a” y 14 párrafo 3 de la CADH), y así deberá declararse en esta sentencia”.
Y las reacciones de los voceros de las grandes empresas mediáticas –desde los más informados hasta los que no entienden lo que está sucediendo— es un reclamo a favor de la impunidad, no a favor de la libertad de expresión, de la libertad de información o de la libertad de crítica (y menos aún, de la democracia).
Esa sentencia reafirma que nadie está por encima de la ley ni de la Constitución. Nadie comprometido con la democracia y el Estado de derecho puede abjurar de la misma… a menos que su adscripción a la democracia sea sólo mera pantalla para ocultar una vocación autoritaria que tarde o temprano se sacará a relucir abiertamente.
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