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2010/05/17

LPG-La política también demanda innovación

 En los treinta años más recientes de la historia nacional, tres palabras han sido las dominantes en el ámbito de nuestra realidad: guerra, paz y democracia. La guerra se desató en 1980 y concluyó en 1992; la paz se concretó en 1992 y es desde entonces un componente socioanímico determinante de todo lo demás; y la democracia arrancó en 1982 , y desde entonces constituye la mecánica de funcionamiento sociopolítico prevaleciente en el ambiente.

Escrito por David Escobar Galindo.17 de Mayo. Tomado de La Prensa Gráfica.

 

Las tres –guerra, paz y democracia— tienen vínculos íntimos. Si bien la guerra no propició directamente la democracia, porque no era esa su función, sí desembocó en la paz, que hizo posible que la democracia reafirmara su validez histórica; si bien la paz no aseguró la irreversibilidad de la democracia, porque tal aseguramiento sólo puede surgir de la vivencia real y sostenida del ejercicio democrático mismo, sí hizo posible la racionalización del sistema político, con lo cual el proceso demócratico a podido ir avanzando con suficiente normalidad

Nuestra democracia, pues, es tributaria, en distintas formas, tanto de la guerra como de la paz, y por eso no es de extrañar que haya todavía en el ambiente reflejos vivos de la conflictividad bélica y también efectos derivados de las debilidades de la paz en construcción. Todo esto tenemos que tenerlo presente, no sólo en este caso, sino en todas las situaciones que se van dando en la realidad, para entenderlas mejor, y, sobre todo, para ser capaces de conceptuar y organizar soluciones para los problemas que a cada instante nos van saliendo al paso.

La política opera como el factor comunicante principal del pasado hacia el presente y del presente hacia el futuro. La política de la guerra tuvo que desembocar en la política de la paz, cuando se desfondó la guerra como mecanismo que aspiró a ser sustitutivo de la política. Y entonces la política tuvo que trasladarse, con todas sus experiencias acumuladas, buenas y malas, al campo de la democracia, y no por convicción sino por necesidad. Ya en la democracia, la política ha tenido que ir haciendo, casi siempre a su pesar, un ejercicio de aceptación de sus propias relatividades. El sueño absolutista de la política se esfumó con la guerra. Vino entonces, y sigue y seguirá ahí, la vigilia de la relatividad democrática, que no es cómoda para nadie, pero que es única garantía real de estabilidad del sistema. Estabilidad inestable, como todo lo humano.

En estos tiempos de aceleración histórica sin precedentes, de eclosión tecnológica insospechada e impredecible, de globalización cada vez más abarcadora y espontánea, la palabra que más palpita en todos los ámbitos es innovación. En la ciencia, en la producción, en el comercio, en las artes, en las ideas en general, nada es ajeno a este impulso innovador que recorre el mundo. Ya no es el ilusorio “fantasma que recorre Europa”, según los ensueños materialistas decimonónicos: en este siglo XXI, que apenas comienza y ya parece que ha estado aquí por muchísimo tiempo, la innovación no es, ni de lejos, un fantasma: es una presencia viviente sobre la que cabalga una urgencia viva. Es la innovación evolutiva, en el sentido más revolucionario de los términos.

Y la política no puede escapar de esa ola innovadora, que no proviene de ningún poder o ideología, sino que es fuerza propia de los tiempos, fuerza íntima de los tiempos. En nuestro caso nacional, está visto que, en la política, y específicamente en la política partidaria, ya no basta la renovación: hay que aplicar innovación de fondo. En las ideas básicas de los partidos, en sus visiones estratégicas, en su organización interna y en sus liderazgos. Éstos últimos son, desde luego, los que más se resisten a la innovación. Y los dos partidos más grandes –ARENA y el FMLN-- son ejemplo patente de ello. En ARENA sigue prevaleciendo, contra todo diagnóstico realista, el liderazgo histórico; en el FMLN, el verdadero poder continúa en manos de personajes que vienen de la guerra. Es como si, en ambos casos, el reloj biológico se hubiera detenido hace 20 años. Y eso constituye un lastre ya muy difícil de sobrellevar. Se siente y se nota. Todo esto pudo ser sobrellevable y manejable en otros momentos, pero no lo es en éste, porque el imperativo de frescura innovadora se ha vuelto inapelable, por la misma lógica de la competitividad democrática.

Salir de este estado, que podría llegar a ser paralizante o, al menos, crecientemente deteriorador, es vital para la salud de todos: de los partidos y del proceso en el que ellos actúan e interactúan como sujetos de primera línea.

La política también demanda innovación

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