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2010/05/28

Co Latino-Presidencialismo hegemónico y crisis en los partidos políticos de América Latina | 27 de Mayo de 2010 | DiarioCoLatino.com - Más de un Siglo de Credibilidad

 Félix Ulloa.28 de Mayo. Tomado de Diario Co Latino.


I
Superadas las dictaduras militares en América Latina, el debate sobre la consolidación democrática  ha centrado uno de sus ejes en la reforma política. Con la esperanza de encontrar un camino seguro hacia modelos económicamente incluyentes, participativos y solidarios, que sean a la vez políticamente estables, se han examinado los regímenes presidencialistas y parlamentarios. Sabedor que la mayoría de democracias estables descansan en sistemas parlamentarios, Dieter Nohlen proponía una revisión y adaptación al sistema presidencial según las condiciones de cada país (sin llegar al semi presidencialismo francés de la V República), mientras Juan Linz proponía dar el salto hacia una democracia parlamentaria,  rompiendo lazas contra el presidencialismo.
Desde luego ambas hipótesis, una menos empírica que la otra, tendrían que contar con una base institucional fundada en un sólido sistema de partidos políticos y una infraestructura electoral que nuestros países no han desarrollado lo suficiente.
A pesar de asignarle su nacimiento al parlamentarismo en la Inglaterra de 1640 y reconocer  su buen desempeño en Europa y algunas ex colonias como Nueva Zelandia, Canadá o Australia -y ejemplos no muy loables sobre todo en Asia y África- nuestro continente se decantó por el régimen presidencialista y como caso exitoso por excelencia, se cita a los Estados Unidos.
II
Cuando afirmé hace unos meses que el estilo presidencial de Mauricio Funes me despertaba temores de una vuelta al bonapartismo estaba pensando más allá del caso salvadoreño, en la tendencia que se observa en varios países latinoamericanos y, que salvando las distancias,  presentan  rasgos más o menos similares a los del periodo político que vivió Francia a mediados del siglo XIX cuando se instauró la Segunda República.
En efecto, la Asamblea Nacional dominada por fuerzas conservadoras, había aprobado reformas electorales que abolieron el sufragio universal, retornando al voto censitario y eliminando del padrón a millones de electores provenientes de los sectores populares. La figura de Luis Bonaparte percibida como abanderado de las masas, defensor de la democracia y triunfador en las elecciones de 1848 por una abrumadora mayoría con más del 70% de los votos, le facilitó
dar el golpe de estado en diciembre de 1851. Acto seguido convocó a una consulta popular con la cual legitimó su poder y promulgó una  nueva constitución.
La constitución de enero de 1852,  reforzó los poderes del ejecutivo, extendiendo el mandato del Presidente a 10 años y además reelegible (el cual era de 4 años sin reelección)  y disminuyó  los del legislativo al que dividió  en tres cámaras: Asamblea, Senado y Consejo de Estado. Este modelo duró muy poco en Francia, pues el conspirador, aventurero y endeudado Luis Bonaparte, como lo llamó Engels , muy pronto proclamó el segundo Imperio y se declaró emperador; sin embargo, el llamado Presidencialismo Plebiscitario seria adoptado en América Latina de manera paulatina, pero generalizada y permanente.
Durante el siglo XIX y parte del siglo XX,  los presidentes latinoamericanos estaban asociados con la figura del caudillo militar que asumió la jefatura del estado después de la independencia de España, y además de dirigir batallas militares,  se identificaban con el papel de funcionarios del estado, pues la implementación de las reformas borbónicas les había obligado a formarse como cuadros de la  administración pública.
En nuestros países, se impuso el sistema presidencialista plebiscitario, donde los presidentes son electos por el voto directo y el sufragio universal del pueblo. Y aunque se pretende asignar a los Estados Unidos la paternidad de este sistema, existen grandes diferencias, entre ambos;  la principal es su concepción,  pues los angloamericanos entendieron la presidencia como una reseña de un  monarca temporal cuyo poder y legitimidad estarían condicionados por un organismo intermedio entre el presidente y el pueblo, que no es otra cosa que el Colegio Electoral. Además los padres fundadores establecerían una serie de mecanismos llamados pesos y contrapesos (check and balances, veto, impeachment) para evitar que hubiera una sobre preeminencia de un poder sobre otro. Y aunque el Presidente de los Estados Unidos tiene una gran capacidad de decisión, su contrapeso lo ejercen los estados y, en ocasiones, se ha hablado de un gobierno desde el Congreso Federal o un Gobierno de los Jueces, por las sentencias que emite el Tribunal Supremo de los Estados Unidos.
III
Pero volviendo al panorama latinoamericano actual, es válido decir que la llamada primavera democrática que vivió nuestro subcontinente al inicio del siglo XXI, y que devolvió las esperanzas a nuestros pueblos, comienza a generar desencantos.
De hecho, una vez finalizada la guerra fría y desmontadas las dictaduras militares, comenzaron a ser electos en procesos más o menos libres y competitivos, presidentes civiles que prometieron profundizar la democracias y sacar a nuestros países del atraso y la miseria. La realidad fue diferente. Con la aplicación de las políticas impuestas desde las instituciones financieras internacionales, en las décadas de los ochenta y noventa, conocidas como el Consenso de Washington, los resultados fueron más pobreza para los pueblos y mayor concentración de la riqueza en poquísimas manos.
Sin el temor a la represión militar ni a invasiones militares, los pueblos latinoamericanos se lanzaron abiertamente a la búsqueda de opciones alternativas, eligiendo gobernantes y representantes de los más variados orígenes: dirigentes sindicales, ex guerrilleros marxistas, líderes indigenistas, militares contestatarios, amas de casa, periodistas críticos, pastores religiosos y un largo etcétera, conforman la lista de quienes fueron depositarios de esa esperanza de cambio de rumbo en el nuevo siglo.
Pero salvo excepciones que confirman la regla, una vez en el poder los presidentes se han considerado los elegidos y usan el mismo poder de las instituciones para modificar las reglas del juego, buscando no la consolidación de la democracia, sino su continuidad en el cargo y el sometimiento de los otros órganos del estado. Al igual que Luis Bonaparte, los discursos van más allá de la demagogia y se consideran los salvadores de la democracia, creen que encarnan los valores de la nación y que representan al pueblo entero. Asumiéndose sobre los intereses de las clases comienzan a dictar órdenes que deben ser acatadas por el solo hecho de salir de la Casa Presidencial.
El papel omnipresente de las Presidencias en América Latina  en la última década ha producido más desencantos que logros y satisfacción, y no dudamos que entre sus causas se encuentra la debilidad de las instituciones del estado, que se tambalean al ritmo de la crisis que afecta a los partidos políticos, ya que son éstos quienes no solo deben garantizar la estabilidad del sistema sino además, proveer los cuadros que harán funcionar dichas entidades del estado.
IV
Más de un cuarto de siglo de ejercicios democráticos y procesos electorales  competitivos y cada vez más transparentes y confiables, parecía indicar que la democracia se enraizaba, abonada por un sistema de partidos modernos, comprometidos con principios y prácticas democráticas.  Pero no fue así, los partidos políticos al liberarse de la tutela impuesta por el autoritarismo militar de las viejas dictaduras, comenzaron a fallar. La corrupción y el dinero fácil que llegaba a los bolsillos de sus dirigentes, la falta de respeto a los valores y prácticas como la rendición de cuentas, la ausencia de auditoría social, el clientelismo político, anulan toda identidad partidaria basada en la ideología y los han convertido en maquinarias electorales, que requieren de multimillonarias sumas de dinero, que sólo los grandes intereses corporativos puede invertir.
El círculo vicioso se reproduce cuando los candidatos ganadores y los partidos que se reparten las cuotas de poder público deben pagar las facturas de sus financistas. El tráfico de influencias se vuelve la regla y la mutación hacia una plutocracia, aún en los países más pobres, es ineluctable.
A pesar que las últimas elecciones presidenciales en América Latina confirman lo anterior, las voces de alerta se alzaron hace varios años. El aparecimiento de outsiders en la década de los noventa fue el primer grito ciudadano de rechazo a las prácticas antidemocráticas de los partidos.  La experiencia no fue buena ni en Perú, Haití, Guatemala ni Venezuela, pero si de algo sirvió, fue para mostrar palmariamente que la democracia basada en el sistema de partidos que venían de la época dictatorial, debería superar esas debilidades.
Los latinoamericanos no estábamos satisfechos, ni estamos ahora, con el desempeño de los partidos políticos. Y esa falta de confianza en tales instituciones de la democracia representativa, afecta también la credibilidad de las instancias y órganos del estado. Así lo relata el informe de Latinobarómetro cuando encendió las señales de alerta advirtiendo que: “Ese deterioro en la confianza hacia los partidos políticos también afecta la credibilidad de las instituciones, como los Parlamentos, afectando hasta los mismos procesos electorales, ya que los ciudadanos no ven ninguna utilidad, ni sentido, en la existencia de los partidos.
Ante este tema, el estudio nos muestra estos alarmantes resultados ante la pregunta de “alguna” o “mucha confianza”: Argentina manifestó “cero”, Colombia diez por ciento (10%), México doce por ciento (12%) siendo Uruguay el país donde más se confía en los partidos políticos, al lograr un treinta y dos por ciento (32%)”.
La buena noticia es que en todos los estudios de opinión sobre este tema,  la gran mayoría de la ciudadanía latinoamericana dice que es inconcebible una sociedad moderna y democrática sin los partidos políticos. Ergo, el mensaje es claro, los partidos políticos son indispensables, como dice Ramón Cotarelo; pero, agregamos nosotros, otro tipo de partidos políticos en los que se respete la democracias interna, la transparencia y la rendición de cuentas, la equidad e igualdad de oportunidades para hombres y mujeres,  con especial atención al desarrollo político de los jóvenes, etc.
V
Conciliar la propuesta de Nohlen con las urgentes necesidades de poner coto a este presidencialismo hegemónico y ayudar a los partidos políticos a superar la crisis de credibilidad y funcionamiento que los agobia, es la ingente tarea de las nuevas generaciones de líderes en el continente.
Sin profundizar en las ventajas y desventajas del presidencialismo y del parlamentarismo, ya enlistadas por los académicos, consideramos que la introducción de las instituciones de la democracia directa (referéndum, plebiscitos, revocatoria de mandato e iniciativas ciudadanas), serían un primer paso para limitar los a veces omnímodos poderes de los presidentes latinoamericanos. Y sabiendo que paradójicamente, son estas instituciones manipuladas desde el poder ejecutivo, las que son utilizadas para legitimar los excesos presidenciales, es necesario establecer claramente los mecanismos y procedimientos para su correcta implementación. Por tanto, se impone desarrollar amplias campañas de educación cívica, electoral y política que eleve el nivel de conciencia, información/formación, participación y organización de la ciudadanía, que es en última instancia la depositaria del poder soberano del pueblo.
En cuanto a los partidos políticos, su reinvención pasa por adoptar y aplicar las normas de la democracia interna, el principio de rendición de cuentas, remozar sus liderazgos, aplicar la igualdad de género y asumir en sus agendas los nuevos desafíos del mundo moderno.

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