Retomo ahora el hilo de mi penúltima columna, titulada “Detalles de una historia escabrosa”. Pero en función de una clara comprensión secuencial de esta complicada madeja de hechos verídicos (que me fue relatada por varios de sus de sus protagonistas, incluyendo a Carlos Rico, y que luego he ido confirmando en diversas fuentes documentales), recomiendo consultar la mencionada columna, publicada el pasado 18 de mayo, y que consta en los archivos electrónicos de este periódico.
Escrito por Geovani Galeas. 01 de Junio. Tomado de La Prensa Gráfica.
Como era de esperarse, Carlos Rico se quedó de una pieza cuando los agentes de la seguridad cubana le dijeron que el poeta Roque Dalton ya no residía en Cuba, que había desertado de las filas revolucionarias y que estaba trabajando para el enemigo. Ese solo hecho lo convertía a él mismo en sospechoso, y en consecuencia los interrogatorios a los que estaba siendo sometido se intensificaron.
Los cubanos querían saber detalles específicos sobre la guerrilla a la que Rico pertenecía, sobre todo lo relativo a su estructura de mando, pero él insistía en que por razones de la compartimentación que exigía la clandestinidad, todo su conocimiento se limitaba a los pseudónimos de los seis o siete miembros de su célula, cuyo jefe era Roberto Roca, pues en la organización solo se tenía que saber aquello que era útil para la operatividad concreta, y nada más.
Lo único evidente para Rico, al considerar las preguntas más incisivas y reiteradas que se le hacían, era que los cubanos tenían una profunda desconfianza de su organización, y que esa desconfianza tenía algo que ver con una presunta y para él increíble infiltración policial en la génesis misma de la insurgencia armada salvadoreña. El punto más crítico, además de la situación planteada en torno a Roque Dalton, era que mientras Rico afirmaba que su jefe máximo era el doctor Fabio Castillo Figueroa, los cubanos parecían convencidos de que eso era falso por completo.
También insistían en que el secuestro y posterior asesinato del empresario Ernesto Regalado Dueñas, realizado en San Salvador en febrero de 1971 y atribuido a la guerrilla, en realidad habría sido perpetrado por la policía pero en combinación con algunos de los compañeros y jefes de Rico. Este porfiaba en que ni él ni la organización habían tenido nada que ver con ese hecho, pero sus captores no estaban dispuestos a creerle, y apretaban cada día más.
Total, Carlos Rico pasó la navidad de 1972 en la cárcel y bajo severos interrogatorios. Fue hasta la primera semana de enero de 1973 cuando le comunicaron de manera sorpresiva que todo había sido una confusión ya superada y que por tanto quedaba en libertad. Ahí mismo, en la oficina de la estación policial lo estaba esperando un hombre que, según le explicaron, era quien había aclarado el malentendido.
Se trataba de un tipo de estatura mediana, delgado pero fibroso, de unos 35 años o poco más. Rico no tenía ni la más remota idea de quién podía ser ese fulano, pero el desconocido lo abrazó con efusión y calidez, y le dijo con inconfundible acento salvadoreño: “Véngase, bachiller, olvídese de esto y vamos a enzaguanarnos un par de tapirulazos, que la guerra es larga y penosa y tiene pausas, porque si no, quién la aguanta, compañero”.
Acto seguido lo llevó al Hotel Capri, donde Rico se alojaría temporalmente. Ya en la habitación, Rico se apresuró a preguntarle quién diablos era. “Soy Roque Dalton”, contestó el hombre. Rico no conocía personalmente al ya célebre poeta, pero sí había visto muchas fotografías suyas. Y el hombre que tenía enfrente en ese momento, estaba seguro, definitivamente no era Roque Dalton.
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