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2010/05/29

LPG-Los números rojos de la esperanza

¿Qué pasará cuando la gente se canse de confiar porque los resultados son tan distintos a la aspiración de su confianza? Cuidado, pues, con los números rojos de la esperanza, que en cualquier momento podrían hacer llama y provocar incendio.

Escrito por David Escobar Galindo.29 de Mayo. Tomado de La Prensa Gráfica. 

 

En la era de la globalización, todos los términos usualmente establecidos están no sólo en cuestión, sino en crisis. No tememos pecar de catastrofistas si decimos que la palabra clave de nuestro tiempo es “crisis”; y no hay catastrofismo en ello porque aquí la palabra crisis no se usa como signo de desastre, sino como lema inspirador e instigador de superación. Hay muchos desastres visibles y sensibles en el presente, es cierto; pero la crisis, como fenómeno detonador, no es uno de ellos. La crisis es la fiebre que evidencia la enfermedad acumulada a lo largo de los decenios recientes, heredera de muchos males anteriores. Y no es que no hubiera crisis sucesivas en el pasado inmediato; pero la diferencia está en que aquellas crisis lo eran de recorrido, y ésta es de origen y de meta. Es como si la historia, como fenómeno que a todos nos abarca y a todos nos atañe, tuviera que ver al mismo tiempo hacia atrás y hacia adelante, para no perder pie en el ahora, que tiene tantos desniveles y puntos de tierra floja.

El humanismo abstracto de origen está en crisis; la meta de progreso lineal imaginada por aquel humanismo abstracto también lo está. Si a esto se le llama replanteamiento posmoderno, pues llamémosle así, pero en el entendido que aún no hay términos consagrados para caracterizar al fenómeno presente, y de seguro lo más sano y prometedor es que no los haya. Venimos saliendo —y qué privilegiados deberíamos sentirnos por estar enfrentados a esta prueba de crecimiento—de una época presuntamente plana, que parecía tener una sola disyuntiva: capitalismo o comunismo, como representaciones ideológicas ficticias de dos formas de dominación. Al disolverse el comunismo soviético y sovietizante y al deslavarse el capitalismo neoliberal, ha quedado un terreno abierto, en el que algo significativo habrá que construir; y no sería remoto que al final de cuentas fuera una especie de síntesis por hoy imprevisible de las distintas experiencias acumuladas en la era anterior y al comienzo de ésta.

Este momento tiene, ya a todas luces, una misión múltiple. Es como si todas las condiciones históricas, filosóficas y pragmáticas acumuladas hubieran caminado convergentemente hacia una especie de plaza del tiempo, para hacer la prueba de un salto de calidad global como ahora se dice, o universal, como quizás sería más propio decir en este caso. Ese no sólo es el tema de nuestro tiempo, en clave orteguiana, sino la gran oportunidad de nuestro tiempo.

Tal oportunidad no se da en el vacío: necesita una atmósfera suficientemente enriquecida con el oxígeno de la esperanza. Tenemos, pues, que hacer, cada quien en su ambiente y cada quien en su entorno, una medición constante de lo que podríamos llamar la salud contable de la esperanza, para saber si ésta se halla en números negros o en números rojos; es decir, si su potencia positiva prevalece en un determinado momento sobre cualquier tendencia negativa, o viceversa. Porque la esperanza, como todo ser viviente, es un organismo en movimiento, cuyo desarrollo está determinado por un enjambre de factores. La tarea básica y de mayor responsabilidad, en todo tiempo y sobre todo en este tiempo, es preservar los números negros de la esperanza, lo que podríamos caracterizar como su rentabilidad vital en acción. Cuando la esperanza está en números rojos, cualquier ganancia histórica se halla en peligro, porque si algo se vuelve combustible impulsor de la evolución histórica es el que fluye de los núcleos anímicos del ser esperanzado, sea individuo, organización, ente nacional o ente global.

Preguntémonos, pues: ¿Hay suficiente esperanza en circulación para asegurar el dinamismo que necesitamos para responder de veras a la oportunidad evolutiva que la historia nos ha puesto a la mano? Y la respuesta sincera tendría que ser un signo de interrogación. ¿Nos hallamos entonces en el imperio de la duda? Más bien nos hallamos en la encrucijada del desconcierto. Sería acudir a un lugar común casi neutralizador del sentido de realidad el afirmar que este desconcierto es producto de nuestra falta de preparación para lo que se nos ha venido como tarea renovadora. ¿Quién está preparado para el cambio real, y ya no se diga cuando se trata de un cambio histórico de las proporciones y significados del que ahora está en camino? Si alguna preparación es posible y deseable es la que deriva de la esperanza de que las cosas vayan transformándose al ritmo que su propia lógica les impone.

Hay en todas partes —y al decir “todas partes” hacemos referencia desde luego al mapa global, que es el que hoy está vigente por primera vez— un apetito de esperanza que es la mejor muestra de que la esperanza, como verdadero motor de la historia, se halla más viva que nunca. Pero bien sabemos que el apetito es sólo una buena señal de salud: el apetito sin insumos apetecibles se vuelve una trampa autodestructiva.

Se necesita, desde luego, asegurarse de que la esperanza tenga una adecuada provisión de “insumos apetecibles”. Y éstos sólo pueden ser los hechos que acompañan las expectativas. En ese sentido, lo que vemos pasar en el país y en el mundo en el preciso ahora es prácticamente igual: hay abundante apetito de esperanza a la vez que escaso acopio de insumos esperanzadores. En otras palabras: en ninguna parte se está haciendo lo necesario para asegurar la salud reproductiva de la esperanza.

Los salvadoreños, por ejemplo, muestran su voluntad de esperanza cuando le dan continuos votos de confianza a sus gobernantes, aunque valoren desesperanzadamente, con igual persistencia, los hechos reales. Tal desajuste de visiones tiene un fondo peligroso para el proceso: ¿Qué pasará cuando la gente se canse de confiar porque los resultados son tan distintos a la aspiración de su confianza? Cuidado, pues, con los números rojos de la esperanza, que en cualquier momento podrían hacer llama y provocar incendio.

Los números rojos de la esperanza

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