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2010/05/29

LPG-Impertinencias

 Una de las realidades que nosotros los mortales nos esforzamos más por obviar es, precisamente, nuestra condición de mortales. De un modo manifiesto o no, muchos de nuestros mejores esfuerzos están encaminados hacia esto.

Escrito por Alfredo Espino Arrieta.29 de Mayo. Tomado de La Prensa Gráfica.

No es solo la religión, sino ya también la ciencia la que nos habla de inmortalidad. A nivel mediático se nos insiste en esa posibilidad de vivir muchísimo más, que acaso algún día puede convertirse en para-siempre. Pero la muerte sigue siendo tabú: hablar de ella abiertamente es del peor gusto, la gente se descompone cuando alguien la menciona –y ese pobre impertinente corre el riesgo de volverse non grato. Pareciera que sentimos una profunda vergüenza de aún ser mortales –y casi se diría culpa. Pareciera haber una condena tácita que dice “morir está muy mal”. (La figura del viejo –o senex–, también negada sintomáticamente, se ha visto reducida al ancianito del asilo.)

Sobre la muerte nada sabemos. Cualquier especulación es más asunto sobre la vida que sobre la muerte en sí, digamos. Así, Virgilio dijo que “el sueño es hermano de la muerte”, Schopenhauer, que “el amor es la compensación de la muerte”, Salomón, que “el amor es tan fuerte como la muerte”, George Bernard Shaw, que “la satisfacción [del deseo] es la muerte”. Pensar ese no-ser (?) es imposible sino en función del ser de la vida, obviamente.

Dejar de una vez por todas todo y lo único que jamás hemos conocido. Dejar de ver, de oír, de seguir tocando lo que tanto amamos –aunque nos parezca doloroso, incompleto y a ratos detestable: esta vida. Es esa historia de amor y de terror la que termina: nosotros. Se dice que algunos abren los ojos al final, cuando no cuentan ya pasado ni futuro, quedándonos lo único que es real: este instante eterno, ya sin nombre –y mucho menos apellido.

Esta cabeza nunca dio para imaginarse felizmente (verosímilmente) vidas eternas. Eternidad y vida resultan antagónicas de múltiples maneras –y esto no es argucia de ateo de farmacia. Lo que casi puedo imaginar, con todo el cuerpo, es que nacer no es el principio.

Uno no vive sin morir un poco, como dice la canción. De modo que morir del todo quizás no sea algo excesivamente nuevo (perdón si digo una perfecta estupidez). Meditar sobre la muerte –como veía Erasmo el quehacer principal de la filosofía– es necesario: contar con ella, en cuerpo y alma. Aunque alguna razón lleva Pascal cuando dice que “es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella, que soportar su pensamiento sin morir”. Pero lo indispensable es vivir la vida lo mejor que se pueda –indiscutible sentido común.

El humor puede siempre aportar su dosis de sabiduría. “En este mundo no se puede estar seguro de nada, excepto de la muerte y los impuestos”, dijo Benjamín Franklin. “Tener que morir”, masculló Mark Twain, “extraña queja viniendo de gentes que han tenido que vivir”. Por su parte, Charles de Gaulle aseveró que “las tumbas están llenas de gente indispensable”. “La muerte paga todas las deudas”, dijo Montaigne. Y “ahora sólo soy polvos” –dice un discreto epitafio.

Pero una cosa es llamarla y otra verla venir. Todos damos batalla como gato panza arriba, ante la inminencia de la muerte. Qué diéramos porque nuestro médico fuera, llegado el momento, como el del chiste, el cual después de darle la noticia a su paciente de que le quedan tres meses de vida, ante la insolvencia económica de este le da tres meses más. Pero ese nuestro médico tendría que ser eterno. Y nosotros, por nuestra parte, también ser unos impertinentes, como eternos, descarados.

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