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2011/01/08

LPG-Tristes Peregrinos

 José se ha quedado sin trabajo. El dueño de la casa donde alquila un cuarto en el sótano le ha pedido que desocupe cuanto antes porque los nuevos inquilinos comenzarán a llegar ese mismo día.

Escrito por Carlos Peña.08 de Enero. Tomado de La Prensa Gráfica.

 
Afuera del sótano, la segunda nevada de diciembre se derrite gota a gota. El frío quema la piel.

José mira a su hijo de cuatro años jugando y a su mujer embarazada que intenta empacar algunas cosas en la habitación para sacarlas a la sala común. Quiere maldecir, pero se aguanta. Cuando ya no puede más comenta que el boliviano es basura porque no quiso esperar un poco a que él pudiera conseguir dinero y pagar el siguiente mes de renta. Agrega que se va con gusto porque en aquel agujero donde ha vivido hasta hoy hay una plaga de chinches que estaban sangrando a su familia.

Los nuevos inquilinos han llegado mientras él no termina de sacar sus cosas. Se los encuentra en las gradas acarreando algunas menudencias. José aprovecha para decirles que allí encontrarán chinches, que deben exigir al dueño una fumigación urgente.

Se nota que eso le alivia un poco su malestar, lo toma como una especie de venganza. Además ha dispuesto dejar adentro la cama familiar porque está invadida por los insectos.

Esto ocurre a diez minutos de Washington, la capital de Estados Unidos, en una ciudad llamada Falls Church, en el estado de Virginia. Una ciudad cuyas zonas residenciales semejan trozos del Paraíso, de esa tierra prometida que ofrecen muchas ilustraciones de revistas cristianas. Con niños que juegan en jardines tan grandes como campos de fútbol, en medio de árboles frondosos, aire limpio y sol radiante. Con padres y madres felices y ancianos complacidos.

Ciertamente, Falls Church o todo Virginia es una porción del Edén.

Sin embargo, esos edenes tienen sus recovecos donde la vida a veces resulta un espanto. En ellos sobreviven a millares los inmigrantes indocumentados.

José y Ana, su mujer, son parte de esa creciente población que en esta época del año padece además la crudeza de un clima desalmado que deja a la mayoría sin empleo, sin sustento y, en ocasiones, sin techo.

Con una mezcla de rabia y tristeza, José mira cómo sus cosas van descubiertas en un carretón de madera halado por un pick up. Una traila le llaman los compatriotas emigrados. Está furioso con su suerte, con el clima, con el propietario del sótano, pero agradecido con el dueño del precario transporte en el que debe trasladarse debido a la carencia de dinero.

Ana intenta colaborar, pero José y los amigos que le ayudan en la mudanza le recomiendan que no haga fuerzas. Ella observa en silencio, con resignación, característica innata del salvadoreño.

La resignación que ha de ayudarle a soportar lo que viene, porque ella es quien está llevando el sustento a la familia con un trabajo de medio tiempo en el que limpia letrinas y que teme perder por su embarazo.

La resignación con la que debe encarar la realidad de mudarse al quinto piso de un sucio edificio de apartamentos sin calefacción en el que deberá vivir con su familia en un cuarto helado de dos metros de ancho por tres de largo. Y dormir en el piso de cemento mientras mejora el tiempo y la suerte y consiguen una cama y logran sobrevivir otro invierno en el peregrinaje de su sueño americano.

Tristes Peregrinos

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