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2011/01/17

Contra Punto-Tres décadas atrás - Noticias de El Salvador - ContraPunto

 Benjamín Cuéllar.17 de Enero. Tomado de Contra Punto.

SAN SALVADOR - Pasó el lunes 10 de enero de este año recién estrenado. Hace treinta, en la misma fecha pero día sábado, al final de la tarde el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) lanzó lo que primero llamó “ofensiva final” y luego –con el transcurso de los días y el desarrollo de los acontecimientos– “ofensiva general”. En la práctica, fue entonces cuando inició la guerra que asoló al país durante once años y cinco días. Tras todo el inmenso sacrificio de tanta gente que se incorporó a los bandos enfrentados y, sobre todo, el de la población civil no combatiente que fue ejecutada, desaparecida, secuestrada, torturada y más, acá estamos. Y ese décimo día de ese primer mes de aquel entonces, que marcó un antes y un después en la historia nacional, invita a compartir algunas reflexiones.

Primero, hay que recordar a las víctimas sobrevivientes y a las que ya no están físicamente. Son, en sí mismas, la esencia de la dignidad que nadie pudo ni podrá poner de rodillas. Se habla de setenta y cinco mil muertes, ocho mil desapariciones forzadas y quién sabe cuántas personas capturadas ilegalmente y torturadas. Hay que agregar a quienes de forma individual, con sus familias o en grupos más amplios, dejaron abruptamente sus viviendas para buscar “refugios” dentro y fuera del territorio nacional que no siempre fueron seguros. Tampoco hay que olvidar a sus familiares, que sufrieron entonces y sufren en la actualidad mientras no haya ni verdad ni justicia. Para este amplio sector de la población, cualquier otro tipo de “reparación” sirve pero termina siendo por demás insuficiente.

¿Por qué? Pues porque, excluidas y dolientes, a estas personas no les basta con peticiones generales de perdón ni reconocimientos a víctimas emblemáticas, las cuales se cuentan con los dedos de las manos y que han sido homenajeadas múltiples veces en el país –sobre todo por la población– y en otras tierras. Nadie se opone a eso, fuera de los criminales y sus cómplices. Esto no significa que los casos de monseñor Romero, los jesuitas y Roque Dalton no deban ser esclarecidos y castigados los autores de esas muertes. Pero seguramente también esperan lo mismo –verdad y justicia– María Amparo Cruz Ayala, violada por militares gubernamentales el 7 de agosto de 1981, y la familia de Emilia Raymundo Ventura, desaparecida por la guerrilla el 16 de junio de 1984. Ambas aparecen registradas en el informe de la Comisión de la Verdad.

No hay duda que la tragedia individual, familiar y comunitaria que los cientos de miles de víctimas han debido soportar durante tanto tiempo y que los poderes han pretendido ignorar, va más allá del mínimo que se ha hecho hasta ahora por aliviarla. Mientras no se enfrente esta situación con seriedad, reconociendo su honorabilidad individual y honrándolas como es debido, la indignidad seguirá siendo el estigma del Estado y la sociedad en El Salvador.

Después hay que mirar la otra cara de la moneda: los perpetradores de uno y otro lado, no obstante las diferencias cuantitativas y −sobre todo− cualitativas de sus culpas. La distancia numérica entre lo que hizo la guerrilla y lo que se atribuye a quienes gobernaron entre 1972 y 1992, resulta evidente; pero la distinción debe hacerse desde esta perspectiva: que los militares, los cuerpos de “seguridad” y el sistema de justicia estaban constitucionalmente obligados a proteger los derechos humanos, pero lo que hicieron fue violarlos de forma sistemática y masiva, flagrante e impune.

Y ahora que se relamen con las mieles del poder quienes causaron tanto dolor, no son capaces de ver a los ojos a las personas y las comunidades que dañaron sin empezar a justificar −con el mismo o con distinto discurso, en público o en privado− su conveniente impunidad. En definitiva, ni confiesan sus culpas ni reparan sus efectos. Y a pesar de que haya habido “cambio”, eso no cambia; porque aquél fue únicamente de “cancha”.

Hasta han llegado al colmo de “acostarse” juntos en el cómodo lecho legislativo −tras haberse odiado hasta la muerte hace treinta años− para impedir mayores y mejores avances en la democratización del país, aprobando enormes obstáculos para la participación ciudadana en las elecciones mediante candidaturas a diputadas y diputados que estén, por fin, libres de las ataduras de la “partidocracia”.

Por su lado, la Corte Suprema de Justicia –favorecedora de la impunidad para aquellos criminales y, por tanto, responsable también de las atrocidades– en la actualidad sigue en la misma tónica a pesar de que existan meritorias excepciones entre quienes la integran. La llamada “Corte plena” se niega a colaborar con el juez Eloy Velasco, de la Audiencia Nacional de España, llegando al extremo de lo burdo. No obstante existir un convenio entre ambas instituciones, sigue en el afán de impedir se salde una enorme deuda pendiente derivada de su parcialidad: desentrañar la verdad sobre las muertes de Elba y Celina Ramos junto a las de los seis sacerdotes jesuitas. Esa masacre trascendió ya los veintiún años sin que sus responsables imprescindibles, los que irrespetaron el “no matarás” y el “no mentirás” divinos, hayan sido siquiera investigados.

Intentos para hacer brillar la luz de la verdad y la justicia han habido, sin duda. Del lado de las víctimas y quienes las acompañan, muchos. Desde el Estado, únicamente vale la pena destacar aquella comisión que después del golpe de Estado del 15 de octubre de 1979 tuvo −sin tantos recursos, capacidades y declaraciones de “voluntad política” como ahora− el valor de investigar el paradero de personas detenidas por razones políticas y luego asesinadas o desaparecidas. ¡Encontraron algunas de éstas! Obviamente muertas. Y las que no hallaron, las declararon “presuntamente” fallecidas.

Sus integrantes se atrevieron a desafiar la muerte exigiendo juicio y castigo −en aquellas condiciones de alto riesgo− para dos comandantes generales de la Fuerza Armada de El Salvador: el presidente derrocado, general Carlos Humberto Romero, y el coronel Arturo Armando Molina, quien llegó al cargo mediante un descomunal fraude y lo entregó al general Romero tras utilizar el mismo método de imposición.

Semejante muestra de compromiso con el cambio real para el país en ese difícil trance de su historia, amerita enaltecer a sus responsables: tres abogados de vocación más que de profesión que, exponiendo sus vidas, abogaron de veras por las víctimas directas e indirectas. Ellos fueron capaces de hacer lo que ahora no se hace. Y para recordarlos, vale la pena citar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH); tras mencionar la resistencia de uno de los gobernantes de turno, ésta reconoció así sus méritos:

“El Coronel Abdul Gutiérrez, miembro de la Junta de Gobierno, en declaraciones formuladas el 23 de octubre de 1979, manifestó que después de una investigación se había llegado a la conclusión de que no habían en el país prisioneros políticos en cárceles secretas. Posteriormente, el 6 de noviembre de ese año, por Decreto Nº 9, la Junta creó la ‘Comisión Especial Investigadora de Reos Políticos Desaparecidos’, la que quedó integrada por los doctores Roberto Lara Velado, Luis Alonso Posada y Roberto Suárez Suay, éste último Procurador General de la República, los tres de reconocida trayectoria democrática”.

Si ellos tuvieron los arrestos necesarios para atreverse a tanto, ¿por qué hoy, en condiciones nacionales e internacionales más favorables, no se hace algo similar o tan siquiera parecido? ¿Será que ahora falta lo que tuvieron estos tres valientes juristas, que de verdad enaltecieron a las víctimas? ¿Coherencia? ¿Decencia? ¿Dignidad?

El otro destello iluminador en el camino hacia la verdad y la justicia, bases de esa paz ausente en el país, fue el de la Comisión de la Verdad. Con todas sus virtudes y todos sus defectos; más las primeras que los segundos, lo fue. El problema es que ese resplandor fue opacándose hasta alcanzar su mínima expresión, por culpa de quienes debían engrandecerlo debido a sus incumplimientos y sus cumplimientos de bajo perfil. Resultado de sus negociaciones y acuerdos, las partes beligerantes asumieron el compromiso de acatar las recomendaciones de la entidad en la ciudad de México, el 27 de abril de 1991; pero no lo hicieron a cabalidad. De haber honrado su palabra y su firma, se habría avanzado en esa ruta.

A tres décadas de la “ofensiva final” del sábado 10 de enero de 1981 iniciada con la intención insurgente de “tomar el poder” antes de que Ronald Reagan –uno de los principales responsables del enorme sufrimiento del pueblo salvadoreño– asumiera la presidencia en los Estados Unidos de América, las mayorías populares siguen poniendo las víctimas. A esos sectores de nuestra población pertenecían las personas muertas el año pasado cuando prendieron fuego a un microbús en Mejicanos, las que fueron masacradas en Tamaulipas y las que fallecieron en el incendio del Centro de Internamiento en Ilobasco; de esa población es en su mayoría la que muere a diario por la violencia fluctuante, pero siempre alta e intolerable, que azota al país desde que acabó la otra guerra.

A partir del primer día de febrero que ya se acerca, quedarán cuarenta meses para que finalice su gestión el autoproclamado “gobierno del cambio”. Y esta etapa, las dos terceras partes de la administración actual, arrancará en medio de un ambiente preelectoral que poco a poco se irá “calentando”. En los veinte meses ya consumidos, la situación de las víctimas de antes, durante y después de aquella guerra así como la de sus familiares, sigue sin modificarse de fondo.

Habrá, pues, que lanzar otra “ofensiva general” desde la dignidad de las víctimas para cambiarle el rumbo al país. Un país “adolorido”, como dice Lanssiers, pero con “el discernimiento suficiente para no tomar gato por liebre, para enfrentar una realidad áspera, reconocerla como tal y transformarla”. Porque independientemente de las nuevas maneras de ejercer el poder en todos sus ámbitos −menos indecentes como en aquellos años pero sin el interés y la energía para entrarle con todo a la impunidad, la corrupción y el tráfico ilegal de drogas, armas, personas y más− las causas que originaron la guerra que año tras año se celebra oficialmente superada, ahí están. Y si las víctimas de esos males no se deciden a actuar, quién sabe qué nos espera. Ya conocemos este camino y ya sabemos cuál es el destino. Si queremos un Estado garante de los derechos humanos de toda la población, entonces ¡convirtámonos en una sociedad organizada y demandante!

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