Benjamín Cuéllar Martínez.03 de Noviembre. Tomado de Contra Punto.
SAN SALVADOR - Entre el 28 y el 29 de julio de 1982, en el país desaparecieron tres personas; tres, entre las ocho mil o más que corrieron la misma suerte durante los años más críticos de la historia nacional. Eran civiles que nunca empuñaron las armas contra el sistema, ni antes de la guerra ni durante los dieciocho meses transcurridos desde su inicio hasta esas dos fatídicas fechas; eran tres personas pacíficas e indefensas que nunca volvieron a sus hogares. ¿Se esfumaron así, sin más? No, para nada. Con la brutalidad que caracterizaba entonces el actuar de las fuerzas represivas gubernamentales, fueron “borradas del mapa” para que dejaran de “joder” al régimen de turno. Y al día de hoy, cumplidos veintiocho años y tres meses de ocurridos los hechos, no se sabe si fueron asesinadas pues sus cadáveres aún no aparecen; y si están con vida, su paradero sigue siendo una incógnita. Tanto tiempo ha pasado y la justicia para sus seres queridos se le encaja como desafío ineludible a un Estado cuyo actual jefe, durante su campaña proselitista, le auguró a El Salvador el nacimiento de la “esperanza” y la llegada del “cambio”.
¿Quiénes son las víctimas? Patricia Emilie Cuéllar Sandoval, Mauricio Cuéllar Cuéllar y Julia Orbelina Pérez. Al menos en el caso de la primera –la Paty, mi prima, a quien así le decíamos y le seguiremos diciendo siempre– el mando castrense buscaba librarse de su “jodedera”; la consideraban una “delincuente subversiva”, que era el término endosado entonces desde el poder a las personas que sus agentes criminales perseguían y amenazaban, detenían y torturaban, ejecutaban, secuestraban y desaparecían por considerarlas “enemigas”.
La “enemistad” oficial con nuestra Paty nació de su comprometida lucha por frenar los atropellos contra la dignidad de las personas y los grupos sociales más vulnerables, desde la “trinchera” de la defensa de los derechos humanos. Veinticuatro años tenía al momento de su desaparición forzada. Estadounidense de nacimiento pero también salvadoreña, de 1979 a julio de 1980 fue secretaria de la emblemática oficina fundada en agosto de 1975 por el jesuita Segundo Montes: el Socorro Jurídico Cristiano (SJC); precisamente fue en el SJC donde ella denunció la persecución y otras amenazas de las que había sido objeto días antes.
Pero hay otros antecedentes graves. Su activa participación en el movimiento católico juvenil de 1975 en adelante y su paso por la oficina humanitaria, la pusieron en la mira del terrorismo estatal. Así, entre agosto y septiembre de 1978, cerca de cincuenta policías vestidos de civil fuertemente armados que se conducían en vehículos plenamente identificados, allanaron el sitio donde vivía e interrogaron a quienes encontraron dentro; la Paty, además, fue fotografiada y eso despertó sus sospechas.
El 5 de julio de 1980, el SJC fue registrado y saqueado por miembros de los cuerpos de “seguridad” y militares; en la Policía Nacional se elaboró un informe sobre ese atropello, dentro del cual se señaló a las personas que laboraban en el mismo como “subversivas”. El miércoles santo, en abril de 1981, ingresó a la casa de la Paty otro grupo de soldados uniformados; llegaron en dos vehículos militares como a las once de la noche y cercaron la zona, en medio del entonces vigente “estado de sitio” y el “toque de queda” decretados tras la ofensiva guerrillera iniciada el 10 de enero de ese año. El oficial al mando, preguntó con insistencia por la “subversiva” Paty Cuéllar. Como ella no estaba, capturaron a su suegro pero lo liberaron después; él vio que llevaban a un muchacho torturado, con la cara destrozada, de quien nunca se supo el nombre ni su destino. Luego se dirigieron a buscarla en la residencia de su padre.
A tempranas horas del siniestro 28 de julio de 1982, la Paty salió de su casa en compañía de Maite María, su hija de tres años y de Javier Ernesto, de casi dos; también de Ana Gabriela, de sólo ocho meses. Quedaron en la guardería donde regularmente permanecían hasta las cinco y treinta de la tarde, pero la madre ya no regresó a la hora acostumbrada. Como a las siete y media de la noche, el teléfono de la residencia de Mauricio sonó; era su hermana “Chelo”, informándole que las dos niñas y el niño aún permanecían en la guardería sin que la madre se hubiese comunicado o hecho presente como siempre.
El abuelo fue por las criaturas y las llevó a casa de “Chelo”, quien fue la última persona de la familia que lo vio. Vecinos de la Paty observaron que una decena de militares que se conducían en un “pickup” azul y un “Jeep” verde, con placas no identificadas, llegaron a altas horas de la noche a su apartamento y con las llaves del mismo abrieron la puerta y sacaron muebles, electrodomésticos y todo lo que pudieron; hasta el carro de la víctima se robaron.
Tres “viajes” realizaron para ello, sin ningún problema. Esa era la costumbre y lo mismo ocurrió con los bienes muebles del tío Mauricio, después de su secuestro violento entre las diez de la noche del 28 de julio de 1982 y la madrugada del siguiente día. En esa época era gerente general de la Asociación Salvadoreña de Industriales (ASI). Con él desapareció la otra víctima: Julia Orbelina Pérez, quien apenas tenía un mes y veinte días de trabajar para la familia Cuéllar. Ella visitó a sus familiares por última vez, el domingo 25 de julio de 1982; esa noche la pasó en casa de una hermana y al siguiente día volvió a su empleo. En la habitación que ocupaba quedó un maletín con ropa, algunos objetos personales e incluso su cédula de identidad personal, sustraída por un oficial de la extinta Guardia Nacional cuyo nombre se ignora pese a que eso lo declaró el ingeniero León Enrique Cuéllar Cuéllar, tío de la Paty y hermano de Mauricio, en el Juzgado 4° de lo Penal de San Salvador.
Monseñor Ricardo Urioste avisó de inmediato a la embajada estadounidense; la familia Cuéllar reportó los hechos a la Cruz Roja Internacional, a Amnistía Internacional y presentó un recurso de exhibición personal. Inicialmente, el caso se ventiló como delito común pero el SJC insistió en que el curso de la investigación debía cambiar, pues habían indicios de participación estatal; este organismo humanitario también publicó un informe, que fue avalado por la citada representación diplomática.
Así pudieron quedar las cosas. Pero no. El Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas (IDHUCA), en representación de la familia de la Paty, solicitó a la Fiscalía General de la República (FGR) que investigara las tres desapariciones forzadas. En la demanda del 28 de marzo del 2003, se planteó que esos hechos fueron parte de una práctica estatal sistemática y generalizada que debe incluirse –al igual que la tortura– entre los crímenes contra la humanidad. La iniciativa buscaba demostrar que este tipo de delitos ocurridos durante la larga etapa de violencia política y bélica, no fueron sucesos aislados sin conexión alguna; más bien, fueron el brutal desenlace de una serie de actos preparatorios que incluían amenazas y persecución. Entonces se pidió investigar a determinados individuos, militares de alta y baja graduación con nombres y apellidos incluidos, que participaron directamente.
Días antes de ese esfuerzo, las dos hijas y el hijo de la Paty –a quienes se sumó Francisco Álvarez, su padre– escribieron una carta exigiendo la verdad sobre estos graves hechos que “han quedado irresueltos al igual que miles de casos de personas inocentes víctimas de la impunidad con que operaron los cuerpos militares”. Afirmaban que “nada podrá restituir el vacío que la desaparición de Paty Cuéllar y su padre dejaron en nuestros familiares y amigos. Sabemos que aunque se juzgue y enjuicie a los culpables de este hecho, nada ni nadie podrá devolver la vida de Paty Cuéllar, su padre ni de la humilde señora que trabajaba con él. Creemos que ante la impunidad militar y al hecho de que los responsables de su desaparecimiento son los mismos involucrados directa o indirectamente en los asesinatos y/o desapariciones de otros miles de personas, es importante que a diez años del establecimiento de la Comisión de la Verdad, se inicie un juicio sobre estos hechos para establecer la responsabilidad moral y legal de los mismos, a fin de que estos crímenes de guerra jamás vuelvan a ocurrir en El Salvador”.
“El veredicto de culpabilidad en el juicio civil llevado a cabo en La Florida, EUA, contra los generales Carlos Eugenio Vides Casanova, ex director de la Guardia Nacional, y José Guillermo García, ex ministro de Defensa, –dice la citada misiva– confirmó lo que siempre denunciamos los miles de familiares de presos, torturados y desaparecidos políticos de El Salvador respecto a la violación de los derechos humanos. Basados en la experiencia post conflicto y reconstrucción de otros países, creemos que sólo estableciendo la responsabilidad moral y jurídica de las personas que tuvieron bajo su cargo planificar, ordenar y llevar a cabo operaciones militares contrainsurgentes de este tipo, se podrá avanzar en la real construcción de una sociedad fundamentada en una cultura de paz, justicia y dignidad humanas”.
La familia de la víctima finalizaba su mensaje reafirmando su apoyo al IDHUCA “para que continúe trabajando por el esclarecimiento de la verdad y la construcción de una justicia verdadera en El Salvador. Reiteramos nuestra disposición a compartir toda información relevante y cooperar en cualquier aspecto que sea necesario a fin de que el caso de nuestra entrañable Paty Cuéllar contribuya a tal fin”.
A la FGR se le exigió pedir al Ministerio de la Defensa Nacional toda la información que tuviera sobre los hechos, entrevistar a las personas −civiles y militares− que supieran algo al respecto, ubicar y entrevistar a quienes con nombre y apellido incluidos se mencionaron en la demanda por tener alguna responsabilidad directa o indirecta, solicitar certificación de la causa penal No. 392-82 al Juzgado 4° de lo Penal −ahora de Instrucción− de San Salvador y cualquier otra diligencia pertinente para conocer la verdad e impartir justicia.
Por último, entre otras, se le demandó aceptar la denuncia “por los delitos de acción pública de desaparición forzada de personas en perjuicio de Patricia Emilie Cuéllar Sandoval, Mauricio Cuéllar Cuéllar y Julia Orbelina Pérez, y por el delito de tortura en perjuicio de Francisco Álvarez Solís, Maite María Álvarez Cuéllar, Javier Ernesto Álvarez Cuéllar y Ana Gabriela Álvarez Cuéllar”. Y que tras individualizar a los autores de esos delitos contra la humanidad, para lo cual la familia de las víctimas le estaba facilitando el trabajo, presentara el respectivo requerimiento fiscal. Sin embargo, la FGR le falló a ésta como a todas las familias del resto de víctimas.
Por eso, obedeciendo el mandato recibido, el IDHUCA demandó al Estado salvadoreño en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) el 27 de octubre del 2004. Entonces arrancó un proceso que empieza a dar frutos. El 14 de septiembre del año en curso, Santiago Cantón –secretario ejecutivo de dicha entidad continental– le comunicó a la parte interesada que el caso había sido admitido. Basada en su reglamento, la CIDH decidió además fijarle tres meses de plazo a partir de esa fecha para que presente observaciones adicionales al fondo del asunto. Eso tiene que ver con las violaciones alegadas en la demanda: a los derechos a la vida, a la integridad personal, a la libertad personal, a las garantías judiciales y a la protección judicial, todos reconocidos por la Convención Americana sobre Derechos Humanos; también con el artículo 1.1 de ésta, el cual obliga a los Estados que la han firmado y ratificado –el salvadoreño, incluido– a respetar los derechos que contiene dicho documento.
Y aquí viene lo más cuestionable de esta larga historia que ya pasa los veintiocho años de infame impunidad: que el gobierno del “cambio” avale posturas de las administraciones que lo precedieron y le prolongue el calvario a las hijas y el hijo de la Paty, así como a quien fuera su esposo. Veamos.
Tras ser demandado y siendo su jefe Antonio Elías Saca, el Estado salvadoreño pidió a la CIDH declarar inadmisible la petición de las víctimas porque no habían agotado los “recursos internos”, pues existían procesos “abiertos” –léase, sin concluir– y mecanismos judiciales que no utilizaron. ¡Por favor!
“El Salvador –afirma la CIDH en su Informe sobre admisibilidad en el presente caso– se refiere a la existencia de procesos ante la Fiscalía General de la República y ante el Juzgado Cuarto de Instrucción que se encontrarían pendientes de ser resueltos, y a través de los cuales el Estado estaría realizando gestiones a efectos de hacer justicia y esclarecer las condiciones de las supuestas desapariciones y el paradero de las presuntas víctimas”. Cínicamente, el alegato oficial sostiene que la falta de “resultados positivos” por parte de la FGR no debe asumirse como “retardo injustificado” pues ello es “consecuencia del lapso de tiempo transcurrido entre la fecha en que sucedieron los hechos (julio de 1982) y la fecha de interposición de la denuncia (marzo de 2003), y del impacto negativo que el transcurso de los años tendría sobre la posibilidad de recabar elementos probatorios”.
Pregunto, entonces, ¿cómo hicieron quienes continuaron persiguiendo y llevando ante la justicia a los responsables del holocausto judío, durante más de cincuenta años después de ocurrido? ¿Cómo han hecho las víctimas y las organizaciones que las acompañan para condenar a los perpetradores de la barbarie en Chile, Argentina, Perú y Uruguay, por citar algunas experiencias exitosas? ¿O la familia de Edgar Fernando García, líder estudiantil y sindical en la Ciudad de Guatemala desaparecido el 18 de febrero de 1984, que logró el recién pasado jueves 28 de octubre una sentencia de cuarenta años de prisión para dos de los autores materiales de ese crimen, los ex policías Héctor Roderico Ramírez Ríos y Abraham Lancerio Gómez?
En el caso de la Paty, su padre y Julia Orbelina, el Estado salvadoreño también ha dicho que quizás no hay resolución del recurso de exhibición personal “por falta de indicios probatorios”. Que le pregunten al Fiscal General de la República, pues en la petición que recibió la institución que “dirige” se incluyeron más de los que se pueden pedir a las víctimas en este tipo de hechos. Pero, para colmo de males, remata señalando que las víctimas “o cualquier otra persona podrían haber interpuesto, en caso de contar con los elementos necesarios, un nuevo recurso de habeas corpus”.
Otras aberrantes “justificaciones” estatales: que las víctimas pudieron presentar una queja por retardación de justicia si estaban molestas “por el tiempo transcurrido desde la apertura de la Causa Penal 392-82”, pero no lo hicieron; que “las alegaciones formuladas por los peticionarios respecto de la participación de agentes estatales en las alegadas desapariciones forzadas, no contarían con prueba que las respalde”; que aún “estaban en etapa de instrucción” las investigaciones; que los cateos denunciados “son mecanismos excepcionales reservados para caso extraordinarios –tales como un conflicto armado– y que su razón de ser radica en la necesidad de dar seguridad a la población”; que tales operativos no los realizaba sólo la Fuerza Armada de El Salvador, sino también “grupos que actuaban al margen de la ley”.
Más allá del trillado discurso sobre la “nueva visión respecto de sus obligaciones en materia de derechos humanos”, la actual administración del Estado salvadoreño –la de la “esperanza” y el “cambio”– no desautorizó lo sostenido por el gobierno de Saca; sólo reconoció que “durante el conflicto armado se desarrollaron prácticas como la desaparición forzada de personas”. ¿Y qué con el caso concreto? Se limitó a informar que “los tres procesos judiciales referidos por los peticionarios (Expediente 1287-UDV-03; Proceso Penal 392/82 y recurso de hábeas [sic] corpus), fueron archivados por decisión de las autoridades competentes”. ¡Punto! A final de cuentas, solicitó a la CIDH que declarara inadmisible la petición de las víctimas.
¿Qué hacen entonces los asesores de alto nivel en Casa Presidencial como Roberto Turcios, quien el 22 de marzo del 2005 escribió un artículo titulado “Perseguidos por la historia”? “Un peso enorme procedente del pasado –afirmó hace más de cinco años el analista– agobia a la sociedad. Allá hay crímenes, secuestros, desapariciones, arbitrariedades lacerantes, cuya sola enumeración reflexiva es difícil. No es tarea sencilla la reconciliación con el pasado, no puede serlo donde palpitan los recuerdos de personas que amaron, sufrieron y se convirtieron en víctimas, a veces sin saber siquiera las razones […] Indicios para trazar las rutas de búsqueda de la verdad no faltan […] Aquí el Estado ha preferido el olvido o la colocación de obstáculos a la verdad. […] A pesar de todo, la historia mantiene su demanda de verdad, requiriendo otro comportamiento ético para la reconciliación”.
“En El Salvador –razonó el versado historiador– hay profundas divisiones sociales y culturales, algunas vienen de la guerra, otras proceden de más lejos. Son tan hondas esas fracturas que erosionan la capacidad de convivencia más elemental. Por algo padecemos de una apabullante tasa de homicidios por habitante, situada en el primer lugar de América Latina, la región más violenta del mundo (Francisco Molina, ‘Reforma institucional’). Bajo esas condiciones, pensar que la sociedad podrá reconciliarse con el simple paso del tiempo parece una ilusión […] Hace falta una política estatal para el tratamiento digno del pasado […] No es posible que la sociedad aparezca como una perseguida por la historia, padeciendo pesadillas cuando ve para atrás. Para alcanzar una mirada clara y serena no hay lentes, ni colirios, el paso imprescindible es el compromiso con la verdad y con la dignidad de las víctimas”.
¿Qué ha “cambiado”, pues? ¿La posición de Turcios? Si no es así, así lo parece. Porque la dignidad de las víctimas sigue siendo mancillada con la omisión estatal en lo relativo al cumplimiento de sus siguientes obligaciones internacionales en materia de derechos humanos: investigar las violaciones, esclarecer la verdad sobre las mismas, sancionar a sus responsables y reparar el daño a las víctimas. Acá no se vale echarle la culpa a la FGR o escudarse diciendo que la superación de ese gran obstáculo legal pero también mediático y psicosocial llamado amnistía, es competencia exclusiva de la Asamblea Legislativa.
El jefe de Estado es uno y se llama Mauricio Funes. A él le toca responder ante la CIDH, la Corte Interamericana de Derechos Humanos y los organismos pertinentes en el sistema de las Naciones Unidas. Pero sobre todo ante una sociedad cuyos grandes males económicos, sociales, de inseguridad y violencia que la agobian en la actualidad, tienen que ver con una enfermedad no curada llamada impunidad y con las heridas que la misma le causó al alma nacional antes y durante la guerra. Heridas lacerantes que siguen y seguirán abiertas mientras no se logre justicia retributiva o restaurativa para la Paty, el tío Mauricio, Julia Orbelina y todas las víctimas sin distingo. He ahí la única e ineludible cura para El Salvador. Como dice Silvio: “[…] Roque y los demás están atentos con la absorta pupila de lo eterno, dando voces de amor a cuatro vientos
y apurando las ruinas del infierno”.
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