Es hora de emprender toda esta tarea como un imperativo nacional de primer nivel, impostergable y determinante al máximo.
Escrito por Editorial.27 de Noviembre.Tomado de La Prensa Gráfica.
Cada vez que se habla de las retrancas del desarrollo en el país, el tema de la educación aparece entre los que están en primera línea. Y anualmente, cuando se produce la PAES, que sólo es un indicador entre otros, reviven los cuestionamientos sobre la efectividad de nuestro sistema educativo en general, pero sin que ello mueva a un verdadero replanteamiento de la temática integral, que es compleja en todo sentido. FUSADES, en su primer informe semestral de coyuntura social, que viene a ser un excelente complemento de los informes trimestrales sobre el comportamiento económico nacional, alerta sobre el hecho previsible de que, tal como están las cosas, los avances en calidad educativa serán muy modestos en los años que vienen.
El punto no es colateral, como casi siempre se maneja, pese a las declaraciones solemnes que cada tiempo aparecen en el ambiente. Al contrario: se trata de una cuestión vital y transversal para toda la problemática de fondo que venimos cargando por tanto tiempo. La educación, cuando funciona a cabalidad y a plenitud de sus potencialidades transformadoras y modernizadoras, fortifica la seguridad, es la base de la productividad, define las posibilidades reales de desarrollo, genera estabilidad y paz social, y es el factor determinante de lo que consideramos verdaderamente clave para que una sociedad pueda ir por la ruta del progreso seguro: la autorrealización de todos los seres humanos que la forman.
Del informe de FUSADES vuelve a resaltarse lo que es de evidencia incuestionable: que, en lo que se refiere al esfuerzo educativo, la cantidad del mismo debe ir íntimamente vinculada a la calidad requerida conforme a las necesidades y los tiempos. Es decir, cobertura territorial y calidad sustancial. Desde luego, la primera es más fácil que la segunda; pero, en definitiva, si no se pone en práctica significativamente el empeño por establecer la mejoría continua y territorializada de la calidad, los avances siempre serán raquíticos y cambiantes.
En el país hay al respecto un tema que de ninguna manera debe seguir siendo eludido, y es el tema docente. El maestro, en cualquier tiempo y lugar, y más allá de los recursos tecnológicos de que se disponga, aun en esta era de impresionante revolución informática, es el factor insustituible y fundamental de la función educativa. Y, en nuestro país, la consideración de la profesión docente y el tratamiento institucional y social de la misma se han venido deteriorando en el tiempo. Esto hay que corregirlo debidamente: los maestros tienen que recuperar la imagen y el aprecio que tuvieron en otras épocas, y dignificados en todos los órdenes, incluyendo el económico.
El Estado debe retomar, en la medida que las circunstancias requieran, la responsabilidad de la formación docente. No se trata de revivir el esquema de las Escuelas Normales, que tan buen trabajo hicieron en el pasado, pero sí de retomar el espíritu de aquella formación. Y, además, es absolutamente indispensable territorializar la calidad educativa, para superar los abismales desbalances que ahora existen, y que lastran el sistema en forma devastadora.
Es hora de emprender toda esta tarea como un imperativo nacional de primer nivel, impostergable y determinante al máximo. No basta imaginar reformas educativas al estilo de las del pasado, que dejaron más sinsabores que beneficios: lo que necesitamos, como sociedad en vías de autorregenerarse, es una educación que sea la palanca segura de todo progreso posible.
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