La democracia es mucho más que la formalización de un concepto teórico: representa una de las más inspiradoras expresiones vivenciales del ser colectivo; y por serlo se funda en la práctica de valores.
Escrito por David Escobar Galindo.27 de Noviembre.Tomado de La Prensa Gráfica.
Cuando se habla de democracia, la tendencia inmediata e irresistible es a hacer referencia sólo a la democracia política, que es un régimen de organización de la gestión pública. Evidentemente, el régimen democrático es el que mejor garantiza la convivencia pacífica, y por eso la construcción y el arraigo del mismo resultan vitales para hacer realidad esa paz progresiva que caracteriza a las sociedades que aspiran en serio a ser civilizadas y a mantenerse de manera permanente y creativa como tales; pero hay que generar y tener conciencia de que el desafío no se detiene ahí. Tal desafío consiste, en síntesis, en hacer que los valores propios y característicos de la democracia permeen e impregnen la realidad de la manera más natural que sea posible. Y esta no es una tarea coyuntural o casual, sino constructiva y evolutiva.
La democracia es mucho más que la formalización de un concepto teórico: representa una de las más inspiradoras expresiones vivenciales del ser colectivo; y por serlo se funda en la práctica de valores. Esto significa que los valores democráticos son algo así como la sustancia sanguínea que circula por todo el cuerpo social. Se impone, entonces, el imperativo de identificar dichos valores, todos y cada uno de los cuales señalizan la ruta de la democratización real. Enumeremos los que consideramos infaltables: la libertad, la tolerancia, la seguridad, la convivialidad, la interactividad y la previsibilidad. Todos esos valores podrían resumirse en una sola y breve frase: destino común. Sólo cuando hay conciencia de destino común, es decir de responsabilidad histórica compartida, se puede hablar de democracia en acción.
Ya que sobre libertad, tolerancia y seguridad ha venido habiendo un torrente de opiniones de muy diversa índole y calidad, pero torrente al fin, será de seguro más útil hacer una referencia analítica sobre convivialidad, interactividad y previsibilidad. En términos generales, ejercicios de esta índole deberían darse sistemáticamente en una sociedad como la nuestra, en la que nunca ha habido reflexión sustantiva sobre los fundamentos reales de la democracia vigente y actuante, ésa a la que aspiramos más del diente al labio que de la voluntad a la acción.
En el sentido que aquí nos interesa, la convivialidad es la conciencia de la comunidad de vida, es decir, es la posibilidad asumida de poner en práctica social el sentimiento que surge de la vivencia de convivir, que es lo que se llama sentimiento de pertenencia. Una sociedad no puede ser democrática de veras si no tiene en su base la reciprocidad generalizada de dicho sentimiento. Si en algo ha fallado de manera radical nuestro sistema de vida tradicional es en despertar y fomentar el sentimiento de pertenencia. Los salvadoreños nos regodeamos en nuestras fallas y en nuestras carencias, y dejamos de lado nuestras virtudes y nuestros logros. Dolorosa distorsión aprendida. Tenemos que generar convivialidad, para que la democracia tenga aroma de hogar. Sin eso, estaremos siempre haciéndonos las cruces sobre el presente y sobre el futuro.
Convivir es interactuar. Si el convivio de nación es fuerte y unitivo, se hará factible la interacción que construya tejidos psicopolíticos y socioeconómicos sustentadores y sustentables. En el caso de nuestro país, la falta endémica de una convivialidad que merezca el nombre de tal y que produzca los efectos que le corresponde producir en plenitud hace que la experiencia interactiva haya sido vivida en forma ocasional, fragmentaria y zigzagueante. Nuestra democracia sufre, por eso mismo, quebrantos sucesivos, que derivan de esa especie de anemia convivencial y de arritmia interactiva. Son padecimientos que nos impiden progresar como se debiera y se pudiera si las dinámicas del ser en común fueran las naturales y las conducentes. Como no vivimos la naturalidad de la convivencia no podemos vivir la naturalidad de la democracia. Así de simple.
No es de extrañar, entonces, que padezcamos, como sociedad, algunos síndromes muy limitantes, como el síndrome de naufragio y el síndrome de espejo deformante. Síndrome de naufragio: la sensación de que cualquier alteración de la rutina, sobre todo política, puede llevar a algún tipo de descalabro terminal. Síndrome de espejo deformante: la sensación de que en la realidad las cosas pueden asumir cualquier forma, por extravagante que sea, al vaivén de las voluntades imperantes. Lo que necesitamos es construir previsibilidad. En otras palabras: construir formas que sean capaces de proyectarse en el tiempo, con la flexibilidad que éste exige y a la vez con la racionalidad que permite. Si conviviéramos bien interactuaríamos con éxito y podríamos prever con visión realizable. Es un compromiso en cadena, que está ahí retándonos a todos.
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