Escrito por Geovani Galeas.30 de Noviembre. Tomado de La Prensa Gráfica.
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Sin duda, entre los fundadores de la guerrilla salvadoreña, estudiantes universitarios clase A en su mayoría, hubo al principio ideales humanistas y razonamientos correctos. Lo primero porque su sensibilización social básica, antes que del marxismo, provino de la doctrina social de la Iglesia católica, que mediante el trabajo voluntario de alfabetización los puso en contacto directo con los sectores más pobres y excluidos de la sociedad. De hecho, esos jóvenes no salieron del partido comunista sino de la democracia cristiana.
Lo segundo en cuanto a la crítica del régimen militar como negador de la democracia e instrumento del gran capital agro exportador, y al consecuente diagnóstico de la situación nacional. Análisis fundamentados en lo más avanzado de las ciencias sociales en aquel momento: la renovación crítica del marxismo occidental (superación del dogmático marxismo de manual exportado por los soviéticos), y la teoría de la dependencia. Ambas corrientes introducidas aquí por eminentes sociólogos suramericanos como Daniel Slutsky y Jacobo Waiserfield.
Pero ya cuando bajo el influjo del leninismo pasaron a la formulación y puesta en práctica de la estrategia insurgente, la voluntad y la fuerza se volvieron más determinantes que la sensibilidad y la inteligencia. Su primera acción, en 1971, consistió en el secuestro y asesinato de un empresario. Desatada la violencia ya no hubo retorno. Por esos años, la joven intelectual Ulrike Meinhof, ideóloga de la guerrilla alemana, había escrito lo siguiente: “Incendiar una tienda es un delito común. Incendiar cien tiendas es una acción política”.
Siguiendo aquí esa lógica, a esa primera acción se agregó una larga serie de secuestros, varios de ellos también seguidos de asesinato, pero que por su simple multiplicación ya no eran crímenes sino “ajusticiamientos revolucionarios”. Para esos muchachos ya no hubo adversarios políticos, sino enemigos de clase a los que se debía aniquilar. Y con ello se extinguió la aspiración democrática. En los hechos, la democracia es un estorbo en la construcción y la práctica del aparato armado clandestino, donde el debate es sustituido por el secreto y las órdenes militares inapelables.
El error de aquellos jóvenes fue sin duda la temprana radicalización que los impulsó a privilegiar el factor militar por sobre el político. “El poder nace del fusil”, fue su consigna. Como ya se ha señalado, no es casual que las únicas dos guerrillas latinoamericanas que triunfaron fueron las que no practicaron el secuestro: la cubana y la sandinista. Ese detalle les permitió articular amplias alianzas pluriclasistas, lo que finalmente, y con un mínimo de actividad militar, volcó a su favor la correlación de fuerzas.
En sentido contrario, las ofensivas que el FMLN definió como finales, en 1981 y 1989, fracasaron porque al no concretarse en ambos casos el objetivo político, es decir la insurrección generalizada, la definición de las batallas quedó en manos de las meras fuerzas militares. Y las guerrillas por definición están siempre en desventaja en ese terreno. Esto enseña que las victorias son fundamentalmente políticas y están definidas por el apoyo activo de la mayoría social.
Cuando ese apoyo no es real, puede haber avances notables mediante negociaciones y pactos, que implican concesiones en el sentido de abandonar los radicalismos, y de integrar en el programa los intereses de otros sectores no necesariamente revolucionarios. De ese modo pueden firmarse acuerdos de paz o eventualmente ganar elecciones. Solo entonces, cuando el realismo hace comprender que nada más se representa una parte del proyecto nacional, se puede hablar de madurez política. El error del radicalismo consiste en percibir los avances como fracasos, y creer que las mayorías ilusorias, o las minorías vocingleras, pueden generar victorias totales.
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