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2010/05/02

LPG-Primero de mayo: reflexión sobre el trabajo

Loado sea el trabajo y bendita la disposición a hacerlo. Y trabajar desde el principio hasta el fin de la vida, según lo que debe ser en cada momento. Tal es la regla de oro del bienvivir.

Escrito por David Escobar Galindo. 02 de Mayo. Tomado de la Prensa Gráfica.

 

El primero de mayo es, internacionalmente, el Día del Trabajo. En realidad, lo que en este día se revive y se resalta es la lucha sociolegal reivindicativa de los trabajadores, en procura de mejores condiciones de retribución y de vida. Aquí se hace referencia a una de las acepciones que trae el Diccionario de la Lengua sobre la palabra trabajo: ocupación retribuida. Es, desde luego, fundamental que el trabajo, como ocupación retribuida, esté justamente protegido y sea debidamente estimulado, pero en realidad esta dimensión reivindicativa no agota, ni mucho menos, el sentido del trabajo como acción humana vital, de cuyo ejercicio depende en medida decisiva la autorrealización personal, que es y debe ser la palanca básica para que cualquier ser humano encarne efectivamente en persona completa, con independencia del oficio o de la profesión que ejerza y del lugar social y geográfico que ocupe.

Trabajar, entonces, es función no sólo natural de la vida, sino esencial para la vida. Una de las primeras y principales labores constructivas de la educación, tanto familiar como escolar, tiene que ser la que introyecte en el sujeto en formación esa inspiración edificante del trabajo. Trabajar requiere voluntad y esfuerzo, y por eso de seguro se le vincula de inmediato con lo indeseable y con lo evitable. Noción errada de raíz, que resulta de esa perversa noción de que lo ideal sería “no hacer nada”. ¿Qué sentido motivador tendría la vida si viniéramos a vivirla en la holganza irrelevante? ¿Alguien, en su sano juicio emocional, es capaz de imaginar como deseable el ocio perpetuo? Quizás la noción de “cielo” o de “paraíso” que siempre ha estado más al uso resulta por eso tan poco imaginable como recompensa definitiva. A mí más bien me produce escalofríos el solo pensar que podría ir a una contemplación sin fin.

Y, que conste: yo sí creo en un más allá que trascienda depurativamente este acá tan cargado de contradicciones; y lo creo dentro de una doctrina, que es la católica de toda mi vida. Pero, sin salirme de esa fe, creo también que Dios, que es la sabiduría más allá de toda comprensión humana, nos da pistas y señales, pero hasta ahí. Nos deja en libertad para construir la vida; porque si no, ¿qué sentido tendría la libertad? No sería natural, pues, que Dios asumiera el rol del padre sobreprotector, que les resuelve sistemáticamente sus problemas a los hijos adultos; Él es, de seguro, el perfecto Padre vigilante y siempre atento, que está ahí para acompañar a los hijos en el ejercicio de su propia libertad. Pero en fin, ese no es el tema de este día.

Volvamos al trabajo. Y a la educación para que el trabajo se nos vuelva tarea formativa interior a lo largo de la vida. No puedo menos, al tratar este tema —y ustedes, mis amigos lectores y lectoras perdonen la referencia reiterativa—, que mencionar y citar de nuevo a las dos personas fundamentales para mi formación en éste y en otros puntos relativos a la edificación del carácter, que es tarea existencial permanente: mi abuela materna, Lillian Pohl de Galindo, y uno de mis maestros en el Colegio García Flamenco, don Rubén H. Dimas.

Mi abuela, que era experta en predicar con el ejemplo, trabajaba desde el amanecer hasta la noche, dando clases de inglés en institutos como el Central de Señoritas y en colegios como La Asunción. Lo hacía con perfecta naturalidad, sin quejarse jamás por el esfuerzo. Aun cuando su hijo Reynaldo fue Jefe de Estado en el Consejo de Gobierno Revolucionario, luego Presidente de la Asamblea Legislativa y después Ministro de Cultura Popular, siempre iba en bus a su trabajo. Nada de carros oficiales con escolta. ¡Qué contraste con lo que se ha visto y se mira! Me decía, cuando yo era un niño de tres, cuatro, cinco años: “Hemos venido a este mundo a trabajar cada día, para merecer y gozar el descanso después de cumplida la tarea diaria”. Y yo la veía siempre tan saludable, animada y sonriente que aquélla me parecía ya entonces, pero sobre todo después, al vivenciarla racionalizarla, la mejor fórmula para sentirse bien de veras.

Don Rubén nos repetía, con puntual insistencia, el primer cuarteto del soneto del venezolano Elías Calixto Pompa, que tuvo tanta suerte en los libros de lectura de su época: “Trabaja, joven, sin cesar trabaja:/ la frente honrada que en sudor se moja/ jamás ante otra frente se sonroja,/ ni se rinde servil a quien la ultraja”. Desde entonces, oigo con frecuencia la voz entonada de don Rubén, que se apoyaba en el gesto enfático de su mano derecha, recordándome: ¡Trabaja, joven, sin cesar trabaja…! Aunque yo, como individuo en el plano temporal, ya esté lejos del niño y del adolescente de entonces, la cercanía del mensaje vale para todos los tiempos de la vida. Y si el trabajo llegó a ser encajado en el ánima como disciplina asumida y desplegada gustosamente, ya ni siquiera se puede pensar en otra forma de enfrentar el desafío cotidiano de la autoconstrucción personal.

El trabajo es, a la vez, nutritivo y depurativo. Si no se trabaja, las energías vitales se estancan y muy pronto se fermentan, con los efectos purulentos del caso. Uno observa a esas personas lastradas por la desidia y atrapadas en la holgazanería, y ve cómo van languideciendo hasta volverse sombras de su propio deterioro. No hay reconstituyente que tenga la fuerza del trabajo bien hecho y bien vivido. Y esto no tiene que ver con la naturaleza de lo que se hace, sino que deriva de la actitud con que se encara lo que se hace. Mucha gente está crónicamente descontenta con lo que le toca hacer, y tal tipo de descontento casi siempre es reflejo de una insatisfacción más profunda: la insatisfacción con el propio ser. Y eso, al final de cuentas, ¿qué sentido tiene? La maledicencia, la autovictimización, la depresión… son productos típicos de tal malestar autodestructivo y, desde luego, improductivo.

Loado sea el trabajo y bendita la disposición a hacerlo. Y trabajar desde el principio hasta el fin de la vida, según lo que debe ser en cada momento. Tal es la regla de oro del bienvivir.

Primero de mayo: reflexión sobre el trabajo

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