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2010/05/12

LPG-Misión posible

Cuando el conflicto no es entre intereses particulares sino entre un interés particular y el bien común, el rol del Estado no es el de un mediador, sino el de garante del respeto a las leyes y protector de los intereses más generales de la sociedad.

Escrito por Joaquín Samayoa.12 de Mayo. Tomado de La Prensa Gráfica.

 

Las recientes actuaciones del presidente de la república y del alcalde de San Salvador merecen total respaldo ciudadano. Tanto la decisión de encomendarle a la Fuerza Armada una misión diferente en el combate contra la criminalidad, como la operación de desalojo de las ventas en la alameda Juan Pablo II son pasos en la dirección correcta.

El ejercicio de la autoridad siempre es problemático, por cuanto implica contrariar los intereses, deseos y voluntades de aquellos cuyo comportamiento lesiona otros derechos y se opone a normas de convivencia, reglamentos institucionales o leyes generales. Siempre es problemático, pero lo es mucho más cuando la imposición de autoridad rompe con un patrón de permisividad que ha llevado a muchos a la errónea convicción de que su real gana o su necesidad constituyen justificación suficiente para todas sus acciones.

Más complicado aún, si los que deben ser sometidos son criminales empedernidos o personas talvez decentes en otros ámbitos de la vida, pero acostumbrados a desconocer todo ordenamiento que no les favorezca, haciendo uso del chantaje, la agresión física u otras formas de intimidación para neutralizar a quien tenga la osadía de interponerse en su camino.

Nuestra sociedad ha llegado a una peligrosa situación de anarquía, de la cual son responsables no solo los que desafían directa y abiertamente a las autoridades, sino también todos aquellos que, investidos de legítima autoridad, hacen mal uso de ella y socavan la eficacia y la credibilidad de las instituciones. En esta última categoría caben funcionarios públicos, jueces, legisladores, padres de familia, policías, fiscales y hasta pastores y sacerdotes.

También han contribuido a la anarquía los ideólogos que justifican los abusos de autoridad o la debilidad para ejercerla, según se inclinen a favorecer a los que tienen poder o a los que no lo tienen, olvidándose de que tanto unos como otros están obligados a acatar las leyes y a respetar los derechos de los demás.

También abonan al clima de anarquía algunas nociones erróneas que los salvadoreños hemos adoptado como una reacción antialérgica a los excesos de los regímenes autoritarios del pasado. Mucha gente piensa que las autoridades están obligadas a negociar con cualquier grupo que opte por medidas de presión para hacerse notar y sacar ventaja. Y lamentablemente las autoridades han caído con demasiada frecuencia en ese juego, reduciendo su propio rol al de facilitadores en mesas de negociación y debilitándose cada vez que ceden ante medidas de hecho.

Ante situaciones conflictivas, siempre resulta provechoso dialogar para que las partes puedan entender mejor la naturaleza de los problemas y buscar las soluciones más satisfactorias dentro del marco de la legalidad. Pero cuando el conflicto no es entre intereses particulares sino entre un interés particular y el bien común, el rol del Estado no es el de un mediador, sino el de garante del respeto a las leyes y protector de los intereses más generales de la sociedad. En esas ocasiones es bueno avanzar hasta donde se pueda por la vía del diálogo, pero siempre se llega a un punto en el que el Estado debe hacer valer su autoridad.

En el caso de los vendedores ambulantes, el Estado no puede permitir que la necesidad o la conveniencia de unas pocas personas prevalezca sobre la conveniencia de todos los que usan la vía pública. De una vez por todas debe sentarse el precedente de respeto a los espacios públicos. La obligación de las autoridades municipales con los comerciantes llega hasta ofrecer opciones de ubicación a quienes realmente no tienen la posibilidad de comprar o rentar un espacio privado.

Talvez la mayoría de los vendedores que ubican sus negocios en aceras y calles son gente muy pobre. Es muy comprensible su temor a que una reubicación resulte perjudicial para sus modestos ingresos. Es además muy encomiable su disposición a ganarse el sustento honradamente mientras otros se dedican a robar y a extorsionar. A esas personas les debemos empatía y un esfuerzo mucho mayor para ofrecerles educación y mejores opciones laborales. Pero esa empatía no debe traducirse en tolerancia de desacatos a las leyes y a la autoridad.

En lo que concierne al fenómeno de la criminalidad, es más que evidente que las instituciones encargadas de velar por la seguridad ciudadana han sido rebasadas y no pueden ellas solas con el encargo. El bien común pide a gritos medidas excepcionales prudentes pero audaces. Una de ellas es el apoyo de la Fuerza Armada en las tareas más necesarias para frenar el auge de la criminalidad.

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