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2010/05/17

Contra Punto-La tarde era triste

 Escrito por Allan McDonald.17 de Mayo. Tomado de Contra Punto.

“y saco el libro de Roque que nunca me abandonó y leo los poemas clandestinos en la silla de mimbre donde se crió mí hija, y entonces entiendo que mi papá fue lo único que me dejó como promesa de vida” 

TEGUCIGALPA, HONDURAS - Hubo un domingo en mi vida, en ese domingo hubo una tarde bajo un guanacaste de flores anaranjadas arrancadas por el viento desmemoriado de mi infancia.

Esa fue la tarde en que conocí a Roque Dalton, mi papá al despedirse de mí, sacó de su equipaje-caja de leche nido, un libro arrugado por el sepia maldito del tiempo que arranca las palabras y escribe los olvidos.

Me lo guardó a escondidas bajo mí camiseta de súper-ratón, me besó la frente, me peinó con su mano crucificada de pobreza, y se fue en el último bus del día, del año y del siglo que se llevó a mi padre y mi vida entera para siempre.

Guardé ese libro el domingo 7 de mayo de 1981, como un pedacito de memoria, un pedacito de la única heredad que dejó mí padre, lo guardé en mi bolsón escolar de cuero curtido.

Y cada día desde ese primer grado hasta el último llevé el libro de poemas clandestinos donde Roque tenía los ojitos saltados por la incertidumbre de los niños que arrasa con los poetas.

Allí en la portada marcada con las arrugas de la tiranía del tiempo estaba el poeta con una camisita roja, con botones metálicos y la barba nacida como un trigal en Beirut. Yo lo acurrucaba en el rincón más hondo de mi bolsón para que nadie descubriera la fortuna que me dejó papá.

Un día mientras la profesora Aurora alegaba que las vocales son 5, lo saqué de allí, como cuando se sale de la cárcel de Cojutepeque, salió Roque de mí bolsón y no me miró, sino que vio sus manos estiradas como un caminito de Praga, miró sus manos como si en ellas estuviera el mapa entero de El Salvador, era delgado el hombre, lo tome por el lomo y lo metí de nuevo a su escondite entre cuadernos, crayolas y sacapuntas de corazón.

En el recreo lo sacaba y lo ponía al sol, lo tomaba de la manito e íbamos a ver las hortalizas, él se sentaba en unos ladrillos abandonados al azar, a un ladito mío y comíamos mí miserable pan tostado en una bolsita de café el indio y mi fresquito de culey en una cantimplora de plástico, allí sentaditos los dos mirábamos perderse el mundo en cada tarde entre perros y niños desaforados por ese manicomio que los adultos llaman escuela.

Desorientados en una vida escolar que no funcionó nunca para la felicidad de los dueños del universo.

El primer año de mí escuela lo cargué entero, y solo en recreo leí sus poemas, que apenas domaba algunas letras, como en un carrusel de caballitos gramaticales, me subía a volar sobre las espaldas de la poesía de Roque.

Cada día lo cargué, como cargué mi bolsita de café el indio con panes y frijoles tostados en la miseria del fogón de mi madre que hacía milagros con todos mis hermanos, y fue en la clase de español que me lo arrebató la profe Aurora, y me puso a leer a Coquito y Nacho, con pasta azul y olor a vainilla, dibujada con enternecedoras figuritas de osos, gallos y zorros para aprender el abecedario.

Llore sin gracia, y contrariado, y no conseguí que me devolvieran el libro, hasta en la salida, la maestra Aurora me lo colocó en la cabeza y me dijo, primero lea la escuelita alegre, luego la poesía.

Nunca más lo saqué, pero en las soledades de las clases, entre cantos maternales para entender que mi mamá me mima y entre coros de chocolate, molinillo… yo de reojo sacaba a mi Roque del bolsón y lo miraba hoja por hoja a ver si estaba completo.

Me conformaba ver a Roquito en la portada, con los ojos espantados, como esperando que tocaran la campana del recreo y salir corriendo a ver las lechugas ensartadas en las labranzas de la historia.

Pasaron los años, los grados escolares y la vida. Y un mes de mayo como este, en un acto cívico del día de la madre recité un poema de Roque, entonces ya en tercer grado frente a las señoras abatidas por la soledad de lavar ropa ajena, lancé los versos. Nadie aplaudió el poema ACTA en la página 97 de aquel libro de Roque, solo mi mamá atravesada en su pecho con un rosa roja y una lágrima marcada con el último domingo con papá, se puso de pie y me abrazó y entendió que hay cosas que nunca se deben decir frente a la nostalgia, frente al alcalde y frente a los policías, sobre todo cuando aun estaban las cenizas patriotas de una maldita guerra y las brazas de una lucha criminal contra los hermanos salvadoreños.

La vida escolar se terminó, y también mí infancia, pasó todo, me volví viejo esperando las luciérnagas milagrosas del amor perdido y en mis madrugadas apagadas del asma, salgo a ver el patio tendido como una vaca muerta sobre el pasto de los árboles que nunca sembré y saco el libro de Roque que nunca me abandonó y leo los poemas clandestinos en la silla de mimbre donde se crió mí hija, y entonces entiendo que mi papá fue lo único que me dejó como promesa de vida, y en sus páginas amarillas están las huellas de mis dedos angustiados de buscar otros dedos a quien tomar.

Ese libro fue mí único amigo, mí única soledad, mi única esperanza, mi única memoria. El único que me vio jugar fútbol, el único que me vio dibujar mi primeras imágenes en los pupitres ya manchados con otros dibujos de otra infancia pasada y podrida en los calendarios de la escuela, Roque fue el único que me vio arrastrar carritos de bomberos hechos con trocitos de madera, con Roque recité un poema a Claudia, mi noviecita de de 9 años en la pulpería de las Martínez, con él conocí las líneas del tren cuando me fugué de la casa de mis abuelos y con el conocí el mar.

Aun lo guardo y lo cargo en mis huidas a otro mundo para olvidar que ya fui olvidado.

Y en mi afán de vencer el triste domingo en conocí a Roque y Escondidas de mi propio pasado, con los ojos invernales de los recuerdos encharcados en esta historia, he pasado la tarde en el kínder y he guardado en la mochila rosada de mi pequeña Abril, a Roque para siempre.

La tarde era triste…

La tarde era triste

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