Escrito por Luis Mario Rodríguez R.Miercoles 18 de Noviembre. Tomado de El Diario de Hoy.
En cualquier actividad o profesión, la credibilidad es uno de las piezas claves para el éxito y la política no es ajena a esta premisa. Los políticos, tanto en el gobierno, como en la Asamblea Legislativa, las municipalidades o en los partidos de los que son miembros activos, intentan ganar adeptos cumpliendo sus promesas de campaña, creyendo que es la única forma de asegurar su reelección. Lamentablemente, en su afán de honestidad frente a los electores, o de asegurar su carrera en las próximas elecciones, descuidan virtudes esenciales para el ejercicio de su liderazgo y la credibilidad, basada en la ética y el compromiso con el bien en común, es quizás unas de las víctimas más frecuentes de esta forma de actuar.
La ciudadanía tiende a valorar más a los que les resuelven sus problemas que a los que se comportan de manera ética frente a las decisiones que diariamente deben tomar en la institución en la que se desenvuelven. En la disidencia de los partidos por ejemplo, si los que tomaron esa decisión cumplen con las aspiraciones de la gente, poco valdrá la crítica que analistas e intelectuales hagan contra los auto declarados independientes, por haber utilizado al partido por el que compitieron únicamente como vehículo para obtener un curul en el Congreso. Al final de cuentas, la credibilidad de los políticos frente a los necesitados, se materializa en la educación, salud y techo que éstos últimos exigen para sus familias.
Por esta razón el llamado a legislar no debe ser para frenar la disidencia, sino para "conectar" a los representantes con sus representados. Si el disidente renuncia a los principios del partido que le llevó al poder y se suma a las iniciativas de otros que probablemente no actúan en beneficio de la colectividad, sus votantes, los que lo eligieron como representante en las anteriores elecciones, probablemente le desechen y no confíen en él cuando les pida nuevamente el voto en las siguientes elecciones. Pero este control ciudadano sólo es posible si legalmente les es exigible a los diputados dar cuenta a los pobladores de la jurisdicción por la que fueron electos. De no cumplir con sus promesas, la gente no votará por ellos y los castigará no por disidentes, sino por mentirosos.
Al gobierno de turno en cualquier Estado también le ocurre el mismo efecto. Sus votantes representan a distintos sectores y éstos exigen para cada quien lo que le corresponde. Los empresarios piden seguridad jurídica e incentivos para invertir; los trabajadores respeto de sus derechos y prestaciones sociales; los colectivos sociales le apuestan a la protección del medio ambiente, la cultura de género, el respeto de sus derechos como consumidores y un ambiente de seguridad pública razonable. Si nada de esto se cumple, la credibilidad de los gobernantes se debilita y la paciencia de los sectores se agota.
La mejor manera entonces que tiene el Ejecutivo para administrar las diferencias con los gobernados es ofrecer un diálogo y una negociación permanente. Para bien de la ciudadanía, este mecanismo es el que con mayor rapidez pone en riesgo la credibilidad del político de turno, porque si del diálogo no resulta el cumplimiento de algunas de las promesas que se hicieron en campaña, entonces la confianza se quiebra y su recuperación es lenta y tormentosa.
La reforma fiscal que está por presentarse a la Asamblea Legislativa y los cambios que lentamente se están implementando en el sistema educativo, son quizás las primeras pruebas para la credibilidad gubernamental, sin restar mérito a la inseguridad pública, la reactivación económica y una política social que cuente con un sólido financiamiento para su sostenimiento. Nadie pone en duda la necesidad de más ingresos para el Estado. Los gobiernos anteriores, cada uno cuando fue necesario, impulsaron reformas unas más profundas que otras, contrarrestando la elusión y la evasión fiscal. Todo se hizo dialogando, lo que permitió salvaguardar la credibilidad del Presidente y sus ministros. Ahora tenemos en ciernes un nuevo ejercicio que pretende solventar los problemas de caja para cumplir con las promesas de campaña, pero parece que el diálogo o no está funcionando, o no está siendo lo suficientemente fluido para que surta sus efectos a favor de los intereses del gobierno y en beneficio del sostenimiento de la calidad de vida de los que más han sido afectados por la crisis económica.
En Educación los cambios son aún confusos. Es urgente y necesario que se discuta públicamente la orientación que se dará a una de las políticas públicas que quizás es la única que había logrado transformarse en los últimos años en política de Estado. En esta ocasión no tenemos un diálogo confuso, lo que hay es inexistencia de relación entre el gobierno y los ciudadanos. Tenemos grandes hombre y mujeres, de distintas corrientes de pensamiento, que han formado parte de comisiones mixtas cuya misión fue la de definir la orientación del sistema educativo del país y que podrían aportar y orientar la labor de los ministros. La credibilidad entonces no se pierde solamente por un diálogo de sordos, sino también por la falta de discusión sobre los planes que afectarán a todos, de derecha y de izquierda.
Los políticos entonces tienen que invertir su capital cuidando la credibilidad en sus acciones. Si la pierden no la recuperan, y si con suerte logran nuevamente adquirirla, ya no es de manera general frente a todos los actores, sino únicamente frente a los que le otorgaron una segunda oportunidad. Si la reforma fiscal es el producto de un monólogo y los cambios en educación consecuencia de una imposición, la credibilidad quedará mutilada y difícilmente podrán los políticos exigirla de nuevo. Si todos somos salvadoreños, no debilitemos la confianza mutua y construyamos un solo país, con una sola visión.
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