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2011/01/24

Contra Punto-Tenemos más vida - Noticias de El Salvador - ContraPunto

 Benjamín Cuellar.24 de Enero. Tomado de Contra Punto.

SAN SALVADOR - Este sábado 22 de enero se cumplieron setenta años de ocurrido el primer genocidio del siglo pasado en El Salvador e inició la cuenta regresiva para alcanzar las ocho décadas de impunidad en cuanto a ese infamante suceso. Ese manto cubrió oficialmente tanto las causas que propiciaron los hechos sangrientos que enlutaron el territorio nacional −sobre todo en el occidente del mismo− y las responsabilidades de quienes siguen siendo vistos por algunos sectores, no tan pequeños por cierto, como “defensores de la Patria” frente a la embestida del comunismo internacional contra la “democracia occidental y cristiana”.

Así, el Estado salvadoreño quiso “dar vuelta a la página” de esa dolorosa parte de la historia nacional y sólo consiguió que el país volviera a estallar. ¿Estarán dadas hoy las condiciones para que después de la matanza de 1932 y el inicio del proceso que cuarenta años después, tras las elecciones fraudulentas de 1972, culminó en una cruenta guerra interna? Para responder a esa interrogante, bien vale la pena examinar qué se hizo y qué se dejo de hacer desde entonces a la fecha.

En ambos casos, se recurrió a la amnistía para favorecer a los criminales. El 11 de julio de 1932, la Asamblea Nacional Legislativa mediante el Decreto 121, decidió concederla de forma amplia e incondicional a “los funcionarios, autoridades, empleados, agentes de la autoridad, y cualquiera otra persona civil o militar, que de alguna manera aparezcan ser responsables de infracciones a las leyes, que puedan conceptuarse como delitos de cualquier naturaleza, al proceder en todo el país al restablecimiento del orden, represión, persecución, castigo y captura de los sindicados en el delito de rebelión”. Y en 1993, el 20 de marzo, la Asamblea Legislativa procedió de igual manera.

Haití es el país más pobre de América y uno de los más desfavorecidos en el mundo. Súmese a ese hecho estructural inobjetable, lo que sufrió el año pasado: terremoto de proporciones descomunales, epidemia de cólera y el paso devastador del huracán Tomás. ¿Quién se atrevería a sostener, pese a ello, que ese país caribeño está mejor que el nuestro en algo fundamental? Demasiado arriesgado, pero cierto. ¿O es que en El Salvador se ha detenido a un antiguo dictador, corrupto de altos vuelos y violador de derechos humanos?

Pues es el caso que Jean Claude Duvalier fue arrestado en Puerto Príncipe, la capital haitiana, para investigarlo por esas y otras razones. Si va a progresar ese esfuerzo, está por verse. Pero, al menos, se ha intentado. En Guatemala y Honduras, en Costa Rica y en casi la totalidad de América Latina se ha hecho algo −poco o mucho, pero algo− en esa dirección. Pero acá, nada. Siguen siendo intocables los victimarios, mientras las legítimas demandas de las víctimas siguen desechadas.

Tras esas dos tragedias del siglo pasado en El Salvador, no se encaró con responsabilidad la necesaria superación de las causas que las propiciaron. Siguió la exclusión de las grandes mayorías no sólo de la verdad y la justicia; también de sus condiciones económicas, sociales y culturales.

“Una mirada a El Salvador del siglo XXI −afirma en alguna de sus partes el más reciente informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), sobre nuestro país− le sigue otorgando validez al catecismo social de Masferrer. Desde entonces a la fecha, los diversos ensayos de desarrollo han cumplido mucho menos de lo que prometieron. Esto no solo ha seguido reproduciendo, generación tras generación, pobreza y desigualdad, sino que también ha minado la fortaleza de la democracia, puesto que la idea del bienestar está en la base de la dignidad de la persona humana, centro de los pactos o contratos sociales modernos, incluido el salvadoreño”.

Impunidad y exclusión, continúan siendo los ingredientes de una fórmula explosiva no descartada. En la medida que no se desactive, siempre estaremos a expensas de repetir la historia; siempre se estará ante el riesgo de que estalle de nuevo esa bomba social. El salvadoreño, aunque no le guste al poder formal de antes y de ahora, sigue siendo un Estado fallido porque −más allá de la retórica− persisten esas grandes deudas de cara a las mayorías populares. Les ha fallado y les sigue fallando.

Queda el desafío para esa población, irrumpir con su necesario e impostergable protagonismo para aprender de las lecciones de 1932 y del enfrentamiento armado que se empezó a incubar cuarenta años después; también para descartar los “cantos de sirena” de cualquier signo. Se requieren liderazgos nuevos, inteligentes y creativos con la capacidad para leer desde y con las víctimas la historia y la difícil realidad actual. Difícil pero no fatal, porque aunque en palabras de Roque Dalton −también víctima de la impunidad− todas y todos “nacimos medio muertos en 1932”, existe una salida también anunciada por el poeta:

“Unámonos medio muertos que somos la patria, para hijos suyos podernos llamar; en nombre de los asesinados unámonos contra los asesinos de todos contra los asesinos de los muertos y los mediomuertos. Todos juntos tenemos más muerte que aquellos, pero todos juntos tenemos más vida que ellos. La todopoderosa unión de nuestras medias vidas, de las medias vidas de todos los que nacimos medio muertos
en 1932”
.

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