Escrito por Carlos Peña.20 de Noviembre. Tomado de La Prensa Gráfica.
La felicidad más pura puede mostrarse en una sonrisa, sin importar que deje al descubierto la boca desdentada.
Juan, aunque ronda los cuarenta años, siempre ha parecido un muchacho que está por entrar a la adolescencia. Pequeño, delgado, dicharachero y de fácil sonrisa.
Vive en una comunidad en las márgenes de la ciudad de Santa Tecla. Quienes lo conocen dirían que la vida no ha sido tan bondadosa con él porque lo han visto siempre al límite de la pobreza extrema. Por eso algunos han llegado a sospechar que tanta alegría o es una impostura o se trata de una disfunción cerebral, para decirlo mejor con un eufemismo.
Sus trabajos lo han llevado a ser recolector de botellas plásticas y más de alguien ha sentido compasión al verlo casi desaparecido bajo los bultos enormes que ha cargado en la espalda. Casi siempre, su esposa y sus dos hijos pequeños lo acompañan en estas faenas. Es un cuadro del hiperrealismo salvadoreño para el que ya no van quedando muchos artistas por lo común de la escena.
Pese a las limitaciones, Juan celebró su matrimonio religioso como todo un acontecimiento. Vistió a su esposa de blanco y recibió con orgullo el sacramento. Allí estaban con ellos los dos hijitos, haciendo el papel de capullos. La fiesta popular fue en la galera comunal de su caserío.
Tras el casamiento cambió de oficio. Se dedicó a confeccionar y a vender trapeadores, tarea que lo volvía una imagen frecuente por los caminos pedregosos de la comunidad. Luego se convirtió en una figura más visible porque por las tardes acompañaba al grupo de fieles católicos que salían a rezar el Santo Rosario en distintos hogares del vecindario.
Con el tiempo llegó a ser el encargado de dirigir a aquel pequeño rebaño de Cristo. Él llevaba las imágenes de la devoción y conducía los rezos y las reflexiones. La gente comenzó a quererlo más que a compadecerse de él. Pronto fue tratado con respeto por los feligreses. Se le podía ver con frecuencia ayudando en diversas tareas de la parroquia, siempre con su alegría a punto de desbordarse.
Hace poco consiguió un trabajo como vendedor de pan por las mañanas. Quienes escuchan la corneta a lo lejos se lo imaginaban sonriente montado en su bicicleta. Sus dos hijos siempre han ido muy limpios cada mediodía hacia la escuela.
Cuando el párroco le encomendó que fuera a evangelizar a otro sector donde la fe estaba declinando, los fieles de su comunidad se sintieron tristes y hasta hubo quienes llegaron a temer que bajara la afluencia de acompañantes en las celebraciones religiosas locales. Hasta hoy siguen extrañando su laboriosidad.
Uno de estos días que he pasado por esa comunidad lo he visto. Venía por la callejuela de tierra con su esposa y sus dos hijos.
En su rostro delgado y requemado por el sol se adivinaba una alegría sincera. Traía también un asomo de orgullo tímido, ese que lleva quien estrena camisa. Él vestía una de mangas largas, blanquísima. En la mano derecha llevaba la Biblia. Me saludó con esa sonrisa perpetua de cipote que está por convertirse en muchacho.
No, a Juan nunca le ha faltado un tornillo. Ocurre que a veces no terminamos de entender la profundidad de los sentimientos o lo sencillo que puede resultar ser feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios que incluyan ofensas o amenazas no se publicaran.