Escrito por Ricardo Trotti. 03 de Diciembre. Tomado de La Prensa Grafica.
A juzgar por el calentamiento global, el verde ya no es el color de la esperanza, sino sinónimo de catástrofe. Si los humanos no revertimos pronto la forma de consumir, producir y relacionarnos con el medio ambiente, las consecuencias a mediano y largo plazo serán irreversibles.
Modificar esa conducta autodestructiva es el desafío que tienen gobiernos de países desarrollados y en desarrollo. Tendrán que alcanzar en Copenhague un compromiso concreto en la Cumbre Mundial sobre Cambio Climático de la ONU a partir del próximo lunes 7 de diciembre. Si no pactan reducir las emisiones de dióxido de carbono, la temperatura seguirá aumentando y con ello, los problemas ecológicos, de salubridad y desarrollo.
Los países ricos tienen la mayor culpa. En el último siglo se aceleró un proceso biológico de millones de años con la industrialización y el consumo de energías no renovables, responsables directos del calentamiento. Pero si el progreso atrajo perjuicios para todos, los países en desarrollo también tienen una cuota de responsabilidad.
Con el incumplimiento del Protocolo de Kioto que expira en 2010, los ambientalistas están escépticos de que en Copenhague se pacte reducir las emisiones entre el 25% y el 40% para 2020.
Sin embargo, esta semana, EUA y China anunciaron reducciones del 17% y 40% para 2020, revirtiendo temores de que Barack Obama pudiera continuar políticas de su antecesor que antepuso intereses petrolíferos a Kioto, y que China se hiciera la distraída.
Los europeos, conscientes de su culpabilidad industrial, presionan para que las reducciones se retrotraigan a niveles de 1990 y no a 2005 como proponen chinos y estadounidenses, y para que alcancen al 83% para 2050, único atenuante para mitigar la subida de los océanos, entre otras catástrofes que sufriremos en este siglo.
Centroamérica ya decidió pedir indemnizaciones, así como los presidentes Evo Morales y Rafael Correa, quienes responsabilizan a las multinacionales por explotaciones petroleras y mineras que dejaron comunidades enfermas y grandes extensiones de selvas contaminadas.
El caso de Guatemala es patético, es el país más afectado del continente, aunque solo produce el 1% de emisiones. Las sequías recientes que arrojaron a cientos de comunidades al hambre y la malnutrición, así como la proliferación de bacterias que produjo la subida de temperatura de 2 grados Celsius del lago de Atitlán entre 1968 y 2009, del que depende el abastecimiento de cientos de miles de personas, son los efectos más notables del cambio climático.
La ecología no es un problema verde, sino multicolor. De ella dependen todas las actividades humanas. En México, por ejemplo, cada año se pierde entre el 8.8% y el 10% del Producto Interno Bruto por degradación del ambiente; mientras en todos los países latinoamericanos los hospitales públicos tienen que lidiar con nuevas enfermedades respiratorias e infecciosas atraídas o agravadas por el cambio climático.
La escasez de paliativos locales también es parte del problema. En Guatemala la tala indiscriminada de bosques es equivalente a 200 canchas de fútbol al día, mientras en el Congreso penden de aprobación 14 leyes de medio ambiente y en la justicia solo prosperó 2% de los 590 delitos denunciados por el Ministerio de Recursos Naturales, dejando al país en un virtual clima de “impunidad ambiental”.
Así sea reduciendo gases, otorgando indemnizaciones, desarrollando tecnologías y energías alternativas, lo importante de Copenhague es que gobiernos ricos o pobres, democracias o dictaduras, todos asuman responsabilidades obligatorias para dejar de hipotecar el futuro y que el verde vuelva a retomar su tono esperanza.
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