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2009/12/26

LPG-Sin palabras

Decir que la poesía es marginal no es solo un lugar común: es un hecho verificable. Decir que los poetas ejercen, su actividad de poetas, al margen de la sociedad, no creo que se preste mucho a discusión. Actividad vista como perfectamente inútil, a lo sumo ornamental y, como tal, obsoleta. No se ve en ella nada serio, productivo –en el más brutal sentido: no es una cuchara o un secador de pelo. Acaso sea vista hasta más inútil que una flor, pues, al fin y al cabo, de estas se puede comprar la docena y quedar bien con una dama.

Escrito por Alfredo Espino. 26 de Diciembre . Tomado de La Prensa Grafica.

Actividad, pues, digna de señoras con tiempo, muchachas adolescentes y bohemios (esos vagos a quienes se tolera, ya que, al fin y al cabo, quizás puedan amenizar alguna fiesta –antes de caerse de borrachos y/o ser echados por alguna impertinencia). Puede haber cátedras, talleres, recitales, concursos; puede usted tener un doctorado en letras; puede usted ser amigo del Premio Cervantes, todo esto no es importante: pertenece a la periferia. Preferimos el cine a un libro de poesía. Por si fuera poco, cuesta entenderla, o de plano no se entiende. Y con lo caro que está todo, mejor guardar el dinero para unas buenas pupusas.

¿Es que la poesía no pinta por ninguna parte? De hecho, creo que, en un singular sentido, se encuentra en todas partes. Pienso que la fuerza que se convierte en poema es tan vasta y fundamental como la fuerza de la gravedad, el electromagnetismo o esa conciencia que, irrumpiendo en lo cotidiano, nos despierta a la realidad: súbitamente vemos que el árbol, de hecho, es verde; que hay hormiguitas que van por la pared; que nuestra esposa tiene cara y, también, que el agua moja. Tenemos ojos para lo obvio, que es lo que no se ve, y esto, en principio, nos pone en posición de decir, verdaderamente.

Entonces, ¿qué pasa? No creo que haya una respuesta demasiado simple para esto. Sin embargo, deseo hacer ver que en nuestra forma actual de vivir, de pensar, en fin, de ser, parece haber algo lo suficientemente antipoético, como para conseguir que la poesía apenas se manifieste. He dicho que es vista como algo perfectamente inútil. Pero bueno, y qué. La vida, por ejemplo, ¿es útil?

Parece que disponemos de solo un criterio para todo. Nuestro reduccionismo (pobreza de alma) nos vuelve miopes a lo más diverso. Como dice James Hillman, estamos regidos por la diosa Economía. Y nada más. Somos incapaces de concebir algo que acontezca más allá de nuestros cálculos de pérdidas y ganancias. De inversión-resultado. De la rentabilidad, como axioma que guía el conjunto de nuestros actos. Somos “razonables” hasta la locura. (Y producimos variedades de locura, sin poesía.) La lógica de la poesía no es la acumulación: es gasto, celebración, derroche. Es la vida que se honra a sí misma y entera se reconoce en la llama en que se consume. Es la consciencia de la monstruosa belleza en que consiste ser hombres. Es ese balbuceo rodeado de silencio, que resulta de estar viendo lo inefable. ¡No es una mercancía!

Desde que hubo humanidad, hubo poesía. La poesía nos había acompañado, como un rasgo entrañable, desde nuestros albores. Hemos desterrado el alma, entendida como dimensión de intensidad y profundidad que la vida, desde siempre, reclama para sí. Nos hemos deshecho de la mitad de nuestro ser. Nuestro truncado diálogo con lo divino y con lo eterno solo nos ha dejado algunos síntomas. Lo sagrado no nos hace ni cosquillas. Nos quedamos sin palabras. Y para esto no hay pastillas. Ni diagnóstico oficial.

Sin palabras

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