Todo parecía calculado al centavo. Manuel Zelaya pondría una urna, donde los votantes optarían por la elección o no de una asamblea constituyente. Las urnas, fabricadas en Venezuela, vendrían ya adecuadamente llenadas.
Escrito por Ivo Príamo Alvarenga.09 de Diciembre. Tomado de La Prensa Grafica.
Aprobada por una “aplastante mayoría”, la constituyente reformaría la Constitución permitiéndole reelegirse, nombrándolo presidente interino mientras se realizaban las elecciones presidenciales. Después de triunfar en estas con una campaña súper millonaria e intimidatoria con los otros candidatos, se encaramaría al poder para permanecer ahí toda la vida como promete Chávez, o hasta los 90 años según amenaza Ortega.
Lo malo fue que Zelaya estiró demasiado la cuerda. Se enemistó las instituciones del país al completo: poder judicial incluyendo la Corte Suprema de Justicia, asamblea legislativa, partidos políticos, tribunal electoral, procuraduría de derechos humanos y, finalmente, las fuerzas armadas.
En choque contra todas ellas, quiso obligar a los militares a distribuir las urnas del fraude. Cuando estos se negaron, mandó sus chusmitas a sacarlas de los recintos militares y distribuirlas en los centros de votación, destituyendo al mando castrense por desobediencia.
Esa violación por las turbas de sus cuarteles y el abusivo despido de sus jefes exacerbó y compactó a la gente de uniforme. En un país donde el respeto a la autoridad civil no ha sido una gloria de los militares, no podía menos que empujarlos a la violencia. Sin esperar a que las instituciones civiles tomaran las medidas legales, sacaron a Zelaya en piyama de su casa y lo avionaron a Costa Rica.
Quizás porque lo pillaron dormido, “Mel” comenzó a soñar. Pensó que la fuerza armada lo restituiría en el puesto. Cuando hizo el primer intento de volver al país en un jet venezolano, creyó que la pista estaría despejada y al bajar de la escalerilla un grupo de altos jefes, cuadrándose, le darían la bienvenida, mientras en los alrededores habría una inmensa multitud vitoreándolo. Él lo había dicho: los militares me apoyarán; me pedirán disculpas como a su comandante general.
Nada de eso. La pista fue bloqueada por vehículos militares. En los alrededores la nutrida tropa desperdigaba a los escasos manifestantes.
Igual ocurrió cuando quiso regresar por tierra. Calculó que un contingente de oficiales lo iba a estar esperando para escoltarlo hasta Tegucigalpa, la gente gritándole vivas a los dos lados de la carretera. Se equivocó tantito. El pelotón lo estaba aguardando... para empujarlo de regreso a Nicaragua. Pocos centenares de simpatizantes y curiosos eran el gran público.
El enorme error de Zelaya es el de todos los tiranos y los tiranuelos como los hoy alineados hacia el “socialismo del siglo XXI”: creerse predestinados e insustituibles en el poder. Afortunadamente para los hondureños, sus maniobras eran tan burdas, su talento tan escaso, su sometimiento a Chávez tan obvio, que las instituciones se unieron sólidamente para defender la democracia y la independencia nacional. Aun con el grave error de la captura y la expulsión forzosa, en Honduras se han dado batalla la institucionalidad contra la autocracia, la soberanía contra el humillante sometimiento a Chávez.
Hasta hoy, el gran perdedor es este. “Lo derrocaremos”, fue su grito amenazador cuando se eligió a Micheletti, a quien lanzó sus acostumbradas andanadas de insultos. Ahora va a liderar la lucha por el no reconocimiento de las elecciones. Y tocará a los gobiernos decidirse entre institucionalidad o caudillismo; independencia o sometimiento a la injerencia extranjera.
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