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2009/12/05

¿Hicieron lo correcto?

Escrito por Benjamín Cuéllar Martínez. 4 de Diciembre. Tomado de Contra Punto.

A casi tres décadas de distancia, sigue el discurso cansino de siempre sin que las víctimas sean escuchadas; continúan las justificaciones de lo injustificable.
SAN SALVADOR-Hace veintinueve años, El Salvador se encontraba en la víspera de ingresar a la época más terrible de su historia. El general Carlos Humberto Romero acababa de ser derrocado, el 15 de octubre de 1979, y sustituido por una Junta Revolucionaria de Gobierno en la cual participaron tres civiles y dos militares. El entonces rector de la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (UCA) y ahora embajador en Venezuela, Román Mayorga Quiroz, se sumó a Guillermo Manuel Ungo y Mario Antonio Andino; de la Fuerza Armada de El Salvador (FAES) fueron parte el general Jaime Abdul Gutiérrez y el coronel Adolfo Arnoldo Majano. Esa sublevación, aparentemente exitosa al inicio, en pocos días tomó el peor de los cursos. La represión contra el pueblo se elevó hasta niveles inimaginables y la guerra estaba por venir. En 1980 fueron ejecutadas miles de personas entre las cuales cuentan las víctimas de la masacre del 22 de enero, Mario Zamora Rivas, Óscar Arnulfo Romero y las personas asesinadas durante su sepelio, las de El Sumpul, Félix Antonio Ulloa, los dirigentes del Frente Democrático Revolucionario y las religiosas estadounidenses.

Ese año, el último editorial de la Revista Estudios Centroamericanos (ECA) cerraba haciendo un desalentador balance:

“Más de diez mil asesinatos políticos; otros miles de muertos en confrontaciones propiamente militares; una economía destruida hasta niveles trágicos y artificialmente mantenida por una ambigua ayuda norteamericana y una inflación galopante; un orden social a la deriva; miles de refugiados arrastrando sus miserias por montañas y refugios; una población apaleada y aterrorizada; un aparato estatal corrupto y desmoralizado, cuyos hilos jerárquicos conducen directamente a Washington; una guerra civil sorda y sangrienta y una guerra civil formal y más sangrienta aún a las puertas; he aquí la herencia realmente pavorosa que deja en El Salvador 1980, cuyo dolor no logra ser subsanado por la esperanza de la liberación”.

Y ese dolor aún duele, quizás más que antes, al tener que estar escuchando las auto apologías de algunos de los responsables de lo que había ocurrido y de lo que más adelante se nos vendría encima. Siempre con la ECA en la mano, el balance editorial de 1981 planteaba –entre otras cosas– lo siguiente:

“La violencia ha sido la característica más visible y más significativa en la vida social de El Salvador a lo largo del año recién transcurrido, la nota que nos ha valido un triste renombre internacional y que nos ha hecho figurar a la cabeza de la lista negra de todas las organizaciones humanitarias mundiales. Dos formas principales ha revestido la violencia social: la represiva y la bélica […] La represión violenta por causas políticas ha alcanzado, cuantitativa y cualitativamente, niveles intolerables. No sólo se ha continuado con las prácticas de regímenes anteriores, prácticas que justificaron el golpe de Estado de 1979 y que se había prometido terminar, sino que se han incrementado y han aparecido formas nuevas de represión hasta llegar a extremos de abrumadora crueldad. Más de mil asesinatos por mes, que es el número de víctimas de la represión política en El Salvador, es un hecho que ninguna doctrina ni ningún interés grupal puede justificar. Si la ‘seguridad nacional’ exige semejante sangría, con ello mismo está dictando sentencia sobre su irracionalidad […] A los asesinatos hay que añadir los ‘desaparecimientos’, cuya cifra ha ido progresivamente subiendo, hasta alcanzar un promedio record de ciento cincuenta por mes”.

Ese fue el primer año de la guerra. A casi tres décadas de distancia, sigue el discurso cansino de siempre sin que las víctimas sean escuchadas; continúan las justificaciones de lo injustificable. Dijo hace poco el general Carlos Humberto Corado, en una entrevista televisiva:
“[…] lo único que hicimos como Fuerza Armada y como gobierno, porque nunca actuamos solos, fue defender al país para que no cayera en manos de un gobierno totalitario y ahora fuéramos una sociedad completamente diferente. […] si nosotros como Fuerza Armada no hubiéramos logrado ese objetivo de neutralizar esa, esa agresión, ahora seríamos acremente criticados y estaríamos realmente, bueno, hubiéramos desaparecido como institución, para empezar; y, en segundo lugar, los militares de esa época seríamos hasta vilipendiados por grandes sectores de la población por no haber podido defender al país. De tal manera que nosotros hicimos lo correcto, nosotros hicimos lo que nos correspondía como profesionales de las armas y como miembros del, del gobierno de, de la época y que no fue fácil […]”.

El general René Emilio Ponce, al ser preguntado por Radio Televisión Española si se arrepentía de algo, respondió diciendo:

“No me arrepiento de todo lo que hice en beneficio de mi país. No me arrepiento de haber estado al frente de las Fuerzas Armadas para hacer valer el Estado de Derecho. Para defender la institucionalidad del Estado, para defender nuestras libertades y para defender el sistema constitucional de nuestro país. De eso yo no me arrepiento porque logramos la paz y entregamos al gobierno de la República, al pueblo salvadoreño, en 1993, un país en paz. No se me viene a la mente de algo que pueda arrepentirme porque siempre tuve en mente actuar dentro de lo correcto, en el margen que establece la ley y dentro de la institucionalidad del Estado”.

Así hablan estos hombres, aunque otros pidan perdón en sus nombres. Y eso no es sano ni sanador. Nuestra sociedad necesita, para encontrar el rumbo correcto, que toda incorrección sea conocida y sancionada de alguna forma. Ojo: toda incorrección, todo atropello a la dignidad de las personas, todas las violaciones de derechos humanos… No importa el bando, todo el dolor que fue causado debe ser aliviado con la medicina que siempre recomendó monseñor Romero: la justicia.   

Y entre todos los autores de esa tragedia, además de las fuerzas armadas gubernamentales y guerrilleras, es un imperativo ético y de conciencia que Estados Unidos de América (EUA) contribuya decididamente a que salga adelante el país en todos sus ámbitos estratégicos. Hoy que andan enredados entre la retórica y las retractaciones acerca del “imperio”, más que su destrucción es eso lo que hay que exigirle a la Casa Blanca: que intervenga en El Salvador pero no como antes, sino para construir una sociedad donde las víctimas pasadas y presentes de la muerte lenta –producto de la exclusión y la iniquidad– y de la muerte violenta, sean dignificadas moral y materialmente.

Y ya para ir cerrando, precisamente en 1979 –el 6 de noviembre– la Junta Revolucionaria de Gobierno emitió su noveno Decreto para dar vida a la Comisión Especial Investigadora de Reos Políticos Desaparecidos. Viendo hacia atrás, esta constituye un antecedente valioso en la lucha por superar la impunidad que favorece –entre otros males– a violadores de derechos humanos, corruptos y capos del crimen organizado. Sus integrantes fueron tres abogados dignos, decididos a dignificar a las víctimas y a la sociedad entera: Roberto Lara Velado, Luis Alonso Posada y Roberto Suárez Suay. Le recomendaron a la Junta, a los veintiún días de existir como Comisión Especial, juzgar al presidente derrocado y a su antecesor en su calidad de comandantes generales de la FAES, así como a los directores de todos los cuerpos de seguridad de esos dos gobiernos; de igual forma, recomendó indemnizar a los familiares de las víctimas desaparecidas. Al final de su mandato, en su informe del 3 de enero de 1980, dicha Comisión Especial concluyó que las personas detenidas y desaparecidas habrían sido ejecutadas.
¿Por qué no se puede hacer ahora lo mismo? Es tan difícil retomar esas recomendaciones que incluían indemnizar a las familias las víctimas. Pero no sólo eso; también juzgar a los más altos responsables de su dolor. ¿Qué habría pasado si se hubieran acatado tales recomendaciones? ¿Qué pasaría ahora si se intenta sanar las heridas individuales y sociales con el tratamiento completo? ¿Será eso lo verdaderamente correcto?

¿Hicieron lo correcto?

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