Escrito por Luis Armando González . 22 de Diciembre.Tomado de Contra Punto.
Un nuevo gobierno de ARENA difícilmente hubiera podido evitar protestas y movilizaciones populares
SAN SALVADOR - En 2009, El Salvador ha estado atravesado por intensos dinamismos socio-políticos. Ante todo, se realizaron dos eventos electorales que marcaron fuertemente las tendencias y procesos a lo largo del año: el primero —en enero— para elegir diputados y concejos municipales y el segundo —en marzo— para elegir al presidente de la República. Este segundo evento electoral coincidió con los primeros efectos sensibles de la crisis financiera mundial y la toma de posesión del nuevo presidente, el 1 de junio de 2009, con el desencadenamiento de sus efectos económicos y sociales más severos. La elección presidencial se revistió de un significado particularmente importante: el triunfo electoral de un candidato —Mauricio Funes— perteneciente a un partido de izquierda, que antes de convertirse en partido —a raíz de los Acuerdos de Paz de 1992— había sido un poderoso ejército guerrillero.
El ascenso político de Funes —un reconocido periodista— y su victoria —que fue asimismo una victoria del FMLN—, pese a que no fue abrumadora, expresaba una inconformidad cada vez más generalizada, entre amplios sectores de la sociedad —a nivel popular y en la clase media, pero también en determinados grupos empresariales— ante dos décadas de gestiones presidenciales de ARENA. A excepción de los votantes duros del FMLN, para los cuales la derrota electoral de ARENA era expresión de un rechazo al modelo neoliberal del cual ese partido había sido un defensor acérrimo, para un amplio número de simpatizantes de la fórmula Funes-FMLN lo que estaba en juego era el relevo de un partido que en 20 años al frente del Ejecutivo lo había gestionado de manera inadecuada, generando exclusiones sociales de todo tipo y favoreciendo a un grupo reducido de empresarios que prosperaron bajo el amparo de los gobiernos de ARENA.
No se sabe que hubiera pasado en El Salvador, en materia de gobernabilidad, si ARENA hubiera ganado nuevamente las elecciones presidenciales. Es probable que el impacto social de la crisis hubiese movilizado a sectores desafectos al gobierno de ARENA, pero quizás el problema mayor que habría enfrentado esa administración es el déficit de las finanzas públicas que si bien no fue provocado por la crisis —pues ha tenido que ver con el mal manejo que se ha hecho de los recursos financieros del Estado y con falencias propias de la estructura tributaria vigente—, la última administración gubernamental –la de Antonio Saca— terminó por agudizar.
En un contexto así, un nuevo gobierno de ARENA difícilmente hubiera podido evitar protestas y movilizaciones populares, de las cuales, sin embargo, no puede asegurarse —a juzgar por el comportamiento del movimiento social en la postguerra— que habría creado un clima de ruptura social y, en consecuencia, de ingobernabilidad. En todo caso, la posibilidad de que el movimiento social desbordara los cauces institucionales con protestas disruptivas fue contenida por el arribo al Ejecutivo de un gobierno de izquierda, justamente cuando los efectos sociales de la crisis se hacían sentir con más fuerza.
Es a este nuevo gobierno al que le ha tocado “administrar la crisis”, tanto desde el punto de vista estrictamente económico —lo cual lo ha sometido a las presiones de los sectores empresariales que han reclamado medidas de rescate para sus empresas— como desde el punto de vista social. Y el gobierno del presidente Funes ha tenido que hacerlo sin solvencia financiera —debido al elevado déficit fiscal que le fue heredado de la administración anterior—, pero con una importante cuota de legitimidad popular —y entre importantes sectores de la clase media— que comenzó a crecer mucho antes de las elecciones: prácticamente, desde la nominación de Funes como candidato por el FMLN, a finales de 2007, hasta sus primeros 100 días de gobierno, a principios de septiembre de 2009.
Si se fija la atención en los efectos sociales de la crisis, el gobierno de Funes —por lo menos hasta octubre de 2009— pudo encajarlos bastante bien, en el sentido de no haber enfrentado demandas de calle sistemáticas —aunque sí presiones de las gremiales empresariales—, sostenidas en el tiempo y con dosis de violencia significativa que amenazaran la estabilidad socio-política del país. En buena medida, ello se debió a la legitimidad obtenida como el primer gobierno de izquierda en la historia de El Salvador, pero también a la relativa solidez de la alianza socio-políticas que llevó a Funes al Ejecutivo: la establecida con el FMLN y los “Amigos de Mauricio”. Cuánto durará esa legitimidad popular depende no sólo de cómo el gobierno de Funes encare los problemas sociales más graves del país —que no son exclusiva ni principalmente los generados por la crisis financiera mundial—, sino también de la capacidad de mantener, más allá de las diferencias inevitables, un vínculo firme con el FMLN, que por su trayectoria histórica es, en sí mismo, una fuente importante de legitimidad popular para Funes y su gobierno.
Algunas señales preocupantes de que ese vínculo se estaba erosionando hicieron su aparición intermitentemente un par de meses después de que Funes asumiera la presidencia de la República; esas señales fueron más evidentes cuando, en octubre, el Coordinador del FMLN, Medardo González, afirmó que su partido había ganado las elecciones, pero no era el partido que gobernaba. En esa misma ocasión, González sostuvo que “de hecho con Mauricio somos una alianza, todo mundo sabe que Mauricio no es un militante histórico del FMLN, ese nunca fue problema ni va a ser problema. Somos un gobierno de alianza. Podrá llegar a ser, si el pueblo así lo considera mayoritariamente y nos da su voto, que el próximo presidente de la República sea un militante del FMLN. Ahí viene el tema. Independientemente de si sea militante o no, nosotros tenemos una claridad: todo funcionario tiene el compromiso de cumplirle al pueblo de acuerdo con el mandato de la Constitución de la República. Nosotros no asumimos, cuando asumimos un cargo de responsabilidad, el mandato de defender el interés del partido, sino lo que la ley nos manda, lo que la Constitución nos manda. El funcionario del FMLN trata de cumplir esa responsabilidad. Aquel funcionario que haga lo contrario, o que haga a desgano su trabajo, pues es normal que se busque la manera de removerlo. Lo que estoy diciendo es que el partido sí debe estar vigilante que desde el gobierno se apliquen bien las políticas”.
La posibilidad de ruptura entre el FMLN y el gobierno de Funes que se manifiesta en esas palabras —o por lo menos de un distanciamiento entre ambos— lleva a pensar acerca de la fortaleza política del presidente de la República de cara a impulsar las reformas socio-económicas con las que se comprometió durante la campaña y las cuales le granjearon el respaldo popular que lo llevó al Ejecutivo. Seguramente, un alejamiento del FMLN acercaría más a Funes a un sector de los “Amigos de Mauricio” —mismo que ahora tiene una fuerte presencia en el gobierno— y a los sectores empresariales más influyentes, por la sencilla razón de que, en caso contrario, se quedaría solo.
Y, en un escenario así, la única forma de que la legitimidad obtenida el 15 de marzo no colapsase consistiría en implementar políticas sociales con resultados palpables para los sectores mayoritarios del país. El problema es que en un marco de acción gubernamental condicionado por los grupos empresariales no se ve cómo —y las experiencias tenidas con los cuatro gobierno de ARENA son aleccionadoras al respecto— se va a dar la prioridad debida a las necesidades y demandas sociales más urgentes.
Asimismo, el gobierno de Funes tiene desafíos urgentes que enfrentar y para lo cual necesita, principalmente, del respaldo de su partido, pero también del respaldo de otros actores socio-políticos. Uno de esos desafíos es el que plantea la violencia criminal, que no sólo tiene que ver con las pandillas, sino con el crimen organizado cuya operatividad desborda las fronteras salvadoreñas. Una respuesta inmediata a ese desafío ha sido la decisión sacar a la calle a la Fuerza Armada, para que apoye a la Policía Nacional Civil (PNC) en tareas de seguridad pública. Se trata de una decisión controversial, especialmente porque desde el FMLN –en momentos en que gobernaba ARENA— siempre hubo oposición a una medida de esa naturaleza. Sin embargo, las urgencias que plantea la propagación del crimen –su territorializaciòn— hacen comprensible la decisión del presidente Funes, al menos como una salida de corto plazo, que no impide avanzar en el fortalecimiento de las instituciones encargadas de perseguir y erradicar el crimen: la PNC y la Fiscalía General de la República.
Otro desafío impostergable es dotar al Estado de la necesaria solidez financiera. La precariedad fiscal no es nueva en El Salvador y siempre que se hizo evidente se recurrió –por lo menos en los últimos 20 años— a reformas fiscales que permitieran ampliar la base tributaria, conservando el esquema regresivo del sistema tributario. El gobierno de Funes logró sacar adelante –a finales del 2009— una reforma fiscal en la que se insinúan tendencias hacia la progresividad fiscal, aunque de manera tibia. Las resistencias empresariales a esta última reforma fueron muchas y en su forcejeo con el gobierno de Funes estuvieron a punto de revertirla. De todas formas, la reforma se impuso, pero ha quedado claro que un cambio más drástico en la estructura tributaria –un cambio que la haga en verdad progresiva— dará lugar a enconadas batallas políticas y económicas.
El gobierno de Funes pudo salir adelante en su iniciativa de reforma fiscal gracias a una redefinición política inesperada: en octubre, ARENA sufrió una fractura interna, a resultas de la cual 12 diputados se separaron del partido y formaron una agrupación denominada GANA. Sin dejar de ser de derecha, estos diputados no sólo se mostraron más abiertos a negociar sus votos con el FMLN, sino que forzaron a que los diputados de los otros partidos –principalmente, los del PCN— hicieran lo mismo. De pronto, una Asamblea Legislativa dominada por un bloque de derecha (ARENA, PCN y PDC) pasó a ser una Asamblea Legislativa en la cual, de hecho, se podía formar un bloque afín a la izquierda o, cuando menos, a algunas iniciativas suyas. Se trata de alianzas frágiles, marcadas por los acuerdos coyunturales (no de principio, sino pragmáticos), pero que han quitado presiones, desde la derecha, al gobierno de Funes: ARENA ha terminado el año enfrascado en sus conflictos internos –cuya última asonada fue la expulsión del ex presidente Antonio Saca—, con pocas energías para obstaculizar seriamente la gestión de Funes.
A este último se le plantea el desafío de saber capitalizar no sólo las fracturas en la derecha, sino la enorme legitimidad social-popular de la cual goza, y que se ha visto reflejada en distintos sondeos de opinión. A la par de este doble desafío, el presidente Funes tiene otro no menos importante: fortalecer las relaciones entre su gobierno y el FMLN, lo cual, además de habilidad negociadora, requiera de tacto y prudencia por parte de ambos interlocutores. La erosión irreversible de esa alianza sería una piedra de tropiezo para el impulso del proyecto de cambio, que fue precisamente lo que permitió el triunfo de la fórmula Funes-FMLN.
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