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2011/01/24

El Faro-Madres en el país de la inquisición - ElFaro.net

 María Edis se golpeó el vientre tres días antes de abortar. Del quirófano pasó a las bartolinas, de las bartolinas a la cárcel y de la cárcel a la tumba. Tenía 31 años. Cristina tenía 18 años cuando perdió a su segundo hijo y fue castigada con 30 años de prisión. Una revisión de su caso determinó que los jueces se excedieron y quedó libre cuando ya había estado presa más tiempo que el que ameritaba.

Patricia Carías y Jimena Aguilar.24 de Enero. Tomado de El Faro.

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Raquel, sobrina de María Edis, en su casa en cantón Las Mesas, Cacaopera, Morazán. Foto Bernat Camps

Cristina y María Edis se conocieron a mediados de 2009. A ambas el Estado había llegado a sacarlas de entre las sábanas donde se recuperaban del quirófano, las hizo convalecer en bartolinas y las condenó a prisión. Las dos mujeres alegaron que habían sufrido abortos espontáneos, pero en un país como El Salvador el aborto es un asunto de inquisición. Con pruebas con escaso fundamento y a veces contradictorias entre sí, los jueces las sentenciaron a prisión con argumentos moralistas. Para María Edis, la sentencia fue a morir en la cárcel.

Las vidas de estas mujeres se cruzaron fugazmente en Cárcel de Mujeres, donde ambas purgaban su condena, víctimas de la ley más radical del continente en materia de aborto. El Salvador, Nicaragua y Chile comparten la característica de que su ley no permite el aborto ni siquiera en los casos en que este pone en peligro la vida de la madre.

A María Edis la condenaron gracias al testimonio incriminatorio de su padre, quien alega que nunca dijo lo que los fiscales investigadores levantaron en el acta que le hicieron firmar. Tomás, el padre de María Edis, no sabe leer ni escribir y dice que pusieron en su boca palabras que nunca mencionó. Cuando puso su dedo pulgar a modo de firma, lo hizo porque los investigadores le aseguraron que aquellos papeles solo recogían lo que él acababa de decir.

A Cristina el Estado la condenó a 30 años. Pasó cuatro en la cárcel y quedó libre después de que una revisión determinó que los jueces se habían excedido. A Cristina la defendió una abogada proporcionada por el Estado que ni siquiera sabía el nombre de la acusada en el momento de la audiencia de sentencia.

Las de Cristina y María Edis son dos historias de la lucha desigual entre individuos impotentes ante el aplastante peso de un Estado inquisidor que ni siquiera otorga las mínimas garantías constitucionales.

Cristina contra el mundo

Poco a poco regresaba. Era de madrugada y la noche anterior no había terminado bien. Cristina acababa de salir del quirófano y su cabeza todavía daba vueltas. Estaba en una sala de espera del Hospital de San Bartolo, rodeada de camillas con otras personas que también se recuperaban de los efectos de la anestesia. Mientras esperaba que la trasladaran a la sala de recuperación, vio cómo, paso a paso, una figura oscura se le acercó hasta pararse junto a ella.

-¿Cómo te llamás? ¿Dónde vivís?

Cristina, desde su camilla, solo veía una mancha borrosa que le hablaba con una voz femenina y se imponía en el ambiente. A medida despertaba, la mente se le aclaraba. Los borrones empezaban a delinearse y el mundo a detenerse. Es una médica, pensó en un inicio. Luego se percató de que la mujer no tenía una bata blanca sino un atuendo oscuro. Después vio que tampoco llevaba un gafete que dijera “doctora” seguido de algún apellido, sino una placa dorada en el pecho. La figura preguntaba y Cristina respondía. Lo que le dijo a las 3 de la mañana de ese domingo, la dejó fría:

-Mirá, después de que salgás de aquí vas detenida.

-¿Y por qué? -le preguntó.

Cristina vivía con su madre y su padrastro en una colonia del oriente de la capital. Cinco horas antes de despertar en el hospital, a las 10 de la noche del sábado, se había levantado para ir a la cocina a tomar un agua azucarada porque no se había sentido bien durante el día. Pensó que la bebida le asentaría el estómago. Regresó a la cama donde dormía su hijo de dos años, Daniel, un bebé moreno y regordete que nació cuando ella tenía 16 años. Y ahora, a sus 18 años, estaba en una camilla de hospital luchando por estar consciente y a la vez por entender qué sucedía. Venía del quirófano y lo que esa mujer con una placa dorada en el pecho le decía es que iba a convalecer en las bartolinas.

-Y, ¿por qué? -preguntó, mientras el miedo empezaba a instalarse en su cuerpo.

-Vas detenida por la muerte de tu bebé -le respondió la agente.

* * *

Pasaron seis meses desde aquella madrugada de octubre de 2004. Era mayo de 2005 y Cristina se encontraba en una audiencia preliminar. Afortunadamente tenía una abogada defensora que estaba a punto de iniciar la argumentación en su favor. Natalia Durán, defensora pública adscrita a la Procuraduría General de la República, se puso de pie en una de las salas del Juzgado de Paz de Ilopango, y se dispuso a aplastar a la parte acusadora:

-Estoy aquí para defender a la señora... -dijo Durán, sin poder terminar la oración.

El suspenso no obedecía a un afán premeditado de causar sensación. La pausa de la abogada obedecía a que Durán había olvidado el nombre de su defendida, que a un lado veía cómo su futuro estaba en manos de esta mujer que ni siquiera era capaz de haber memorizado un nombre. Durán ni siquiera podía recordar un nombre y un apellido juntos: Cristina Quintanilla. Entonces volvió la mirada hacia la acusada y le pidió auxilio.

-Estoy aquí para defender a la señora... hija, ¿cómo te llamás?

Esta era la cuarta vez que Cristina veía a su defensora en este proceso por homicidio culposo. Enfrentaba la posibilidad de que la sentenciaran a entre dos y cuatro años de cárcel y su abogada defensora ni siquiera sabía su nombre. Era el peor escenario al cabo de aquellos siete meses desde cuando la había interrogado la agente policial al despertar de la anestesia.

Después de aquel interrogatorio de madrugada, Cristina pasó seis días en las bartolinas de Apulo. En la audiencia inicial, una jueza decidió que la acusación en contra suya no tenía bases y la absolvió. Cristina estaba libre, pero la Fiscalía apeló, ganó la apelación y se le abrió el camino hacia el juicio. Entonces su caso pasó a manos de Natalia Durán, la abogada que no sabía su nombre.

En esos primeros meses de 2005, Cristina estaba desesperada. A pesar de que estaba a la espera de un juicio por homicidio culposo, no la habían detenido provisionalmente y hacía todo lo que podía para conseguir los papeles que fueran necesarios en su juicio. Los iba a traer a donde fuera, incluso al hospital de San Miguel, donde alguna vez tres años atrás la habían operado del apéndice. El día antes de la vista pública, cuando el Tribunal Segundo de Sentencia de San Salvador decidiría si era culpable o no, Cristina fue a buscar a su defensora, pero esta le dijo que en ese momento no tenía tiempo. A Cristina no le importó y le dijo que la esperaría hasta que la pudiera recibir porque necesitaba hablar con ella para escuchar su consejo. Esperaba alguna guía de la abogada, pero de esta solo recibió unas palabras poco reconfortantes: “Diga lo que usted ya sabe, usted tiene que decir lo que usted ya sabe”.

* * *

Un día, la mamá de Cristina viajaba en bus con su nieto Daniel. Ya había pasado el juicio y desde entonces el hijo de Cristina había quedado al cuidado de Felícita. Esta seguía viviendo en el mismo apartamento. Abuela y nieto salían de San Bartolo, la colonia donde vivían, y para entonces Daniel ya sabía dónde estaba su mamá.

Iban en el bus, uno a la par del otro, cuando algo afuera llamó la atención de Daniel. Tiró de la ropa de su abuela y esta trataba de ignorarlo.

-¡Mami, mami! -le dijo, al ver el edificio donde él sabía que estaba su mamá.

Felícita hacía como que no escuchaba y buscaba una conversación distractora con una señora que viajaba en el bus. Pero Daniel le quería recordar a todo pulmón lo que ella quería llevar en secreto.

-¡Mami, mami, ahí es donde está mi mami, ¿vea?! -le dijo. Y como Felícita seguía hablando con la otra señora, Daniel insistió-. ¡Le estoy diciendo que vea para donde está mi mami! -reclamó.

Ese edificio que Daniel sabía reconocer a sus cinco años de edad es conocido como Cárcel de Mujeres, en Ilopango.

Las primeras veces que Felícita llevó a su nieto a visitar a su madre este todavía iba en brazos, era un niño de apenas tres años. Todavía no entendía dónde estaba Cristina. Pero un día alguien le rompió la burbuja y le contó que Cristina estaba en prisión. Entonces Daniel llegó reclamándole a su abuela. Su madre no estaba trabajando, estaba en prisión.

Cuando enfrentó a su abuela le preguntó si era cierto lo que decía la fulana, que su mamá saldría cuando él tuviera treinta años. Era cierto. Cristina se enfrentó ante una acusación de homicidio culposo por la cual le darían entre dos a cuatro años, pero terminó siendo condenada a 30 años de prisión. Felícita no sabía cómo decirle que era cierto, que no volvería a ver a su madre afuera de esas paredes hasta que fuera un hombre, que su mamá no lo acompañaría en su graduación así como no estuvo junto a él para su primer día de escuela, y le respondió que no, que su mamá saldría pronto. “Es que la gente si uno está moribundo, lo terminaba”, dice ahora Felícita, con un poco de amargura en la voz.

La siguiente en enfrentarse con las preguntas de Daniel fue Cristina. En la siguiente visita a Cárcel de Mujeres, Cristina se tuvo que enfrentar con las preguntas de su hijo. Quería que le explicara qué era el lugar donde estaba. Cristina no sabía muy bien cómo responderle y empezó a decirle la versión light de lo que es una cárcel. Es un colegio, es otra cosa, es cualquier cosa, todo para darle una versión menos dura, para no oscurecerle la realidad a su hijo. Daniel permaneció en silencio un momento y luego aplastó la explicación de su madre: él ya sabía qué era ese lugar, porque cuando llegaba lo revisaban. Era una cárcel.

La cara de Cristina cambió. Le preocupaba la pregunta que le seguía a esa afirmación. Le preocupaba que Daniel le preguntara qué había hecho para que la metieran presa. Le preocupaba que le preguntara cómo era eso que había sido sentenciada a 30 años de prisión por haber matado al bebé que llevaba en el vientre cuando Daniel tenía dos años.

elfaro.net / Publicado el 23 de Enero de 2011

Cristina Quintanilla en su cuarto, observa un albúm de fotos de la familia. Foto Frederick Meza

Cristina Quintanilla en su cuarto observa un álbum de fotos de la familia. Foto Frederick Meza

En 2002 Cristina todavía era una niña. Una niña criando a un niño. Siguió los pasos de su madre o la maldición de un país pobre, donde casi una tercera parte de los embarazos corresponden a adolescentes. Tuvo su primer hijo a los 16 años, la edad que tenía su mamá cuando ella nació. En 2004 Cristina estaba acompañada y esperaba su segundo hijo. Cuando tenía un mes de embarazo, su pareja se fue a Estados Unidos y le mandaba remesas semanales. En septiembre de ese año, Cristina cumplió 18 años. Su pareja ahorraba para el día del parto porque este significaría un gasto más fuerte. En octubre, Cristina tenía 7 meses de embarazo y junto a su madre planeaba un babyshower. Ya tenía ropa para su bebé, pero todavía no sabía el sexo de la criatura. Este sería una sorpresa.

El 23 de octubre de ese año la vida de Cristina cambió. Todo empezó con un malestar estomacal. A las 10 de la noche, se levantó a tomar un agua azucarada y volvió a la cama. Cinco horas más tarde, aquella policía le decía que iban a enviarla a prisión por haber matado al bebé que llevaba dentro.

En el hospital oía las palabras de la oficial, pero no las entendía o no las quería creer. ¿Cómo iría a prisión en el estado en que estaba? Le acababan de hacer un legrado y seguía en la camilla del hospital. Pero estaba en un país donde las mujeres que tienen un aborto -cualquier tipo de aborto- están catalogadas de antemano como delincuentes. Una mujer que tiene un aborto es perseguida hasta entre las sábanas. Son manchas que resaltan más, que se agarran en hospitales y se encuentran más fácil que aquellas que dejan 12 homicidios diarios en un país violento.

Desde 1998, con el último Código Penal, El Salvador se convirtió en un Estado implacable en temas de aborto. Todo tipo de aborto inducido es considerado delito, incluso aquel que antes no se castigaba porque el embarazo representaba un peligro para la salud de la mujer, porque era producto de una violación o porque se presumiera que el feto tenía graves problemas físicos o síquicos.

Durante su corta estadía en la sala de recuperación, un agente acompañaba siempre a Cristina, pero esta seguía sin digerir la posibilidad de ir a la cárcel. No podía ser verdad. Hasta cuando un abogado de la Procuraduría llegó a asesorarla y le dijo que sí, que iría a prisión porque la acusaban de la muerte de su recién nacido.

Al día siguiente la Policía la llevó en la cama de un pick up hasta las bartolinas de Apulo. En ese momento la acusación era de aborto, un delito por el que podía recibir de dos a ocho años de cárcel. Cuando llegó a las bartolinas, le quitaron los medicamentos que le habían dado en el hospital. No podían entrar nada más que ella y su ropa.

En el acta levantada por los agentes de la PNC se le acusaba del delito de aborto. Seis días después el cargo mutó a homicidio agravado. Seis meses más tarde fue acusada de homicidio culposo y cuatro meses después, en agosto de 2005, a Cristina le terminaron dando una sentencia por homicidio agravado.

Cristina pasó seis días en las bartolinas hasta la audiencia inicial en la que se le acusaba de homicidio agravado. Ante las pruebas de la Fiscalía, la jueza de Paz de Ilopango decidió que no procedía la acusación y la absolvió de todos los cargos. Pero la Fiscalía apeló y cuando en abril de 2005 logró que se reabriera el caso, redujo el cargo a homicidio culposo, que es provocar una muerte sin la intención de causarla. Esta modificación se debió a que la autopsia del bebé no determinaba la causa de muerte. Fue en esta etapa cuando la Procuraduría le asignó a la abogada Natalia Durán.

Pasaron 10 meses desde la noche cuando despertó en el hospital de San Bartolo hasta cuando escuchó su sentencia, en agosto de 2005. Cristina sabía que estaba en problemas, pues la Fiscalía estaba pidiendo condena por un delito que acarreaba hasta cuatro años de cárcel. Con lo que no contaba Cristina era con que el tribunal decidiría que no bastaba el cargo por el que la acusaba la Fiscalía, sino que la condenaría a 30 años de prisión por homicidio agravado.

* * *

Aquel 23 de octubre, a las 10 de la noche, Cristina veía una película en su cama mientras Daniel, su hijo, que entonces tenía dos años, dormía a su lado. Todo el día había estado con diarrea y se levantó para tomar agua azucarada. Esto que le sucedía iba a ser utilizado meses más tarde para condenarla a 30 años de cárcel, gracias a un informe de Medicina Legal que contradecía otro informe de Medicina Legal.

Entonces, Cristina vivía con su madre, Felícita, y su padrastro, Moisés, en un apartamento en Jardines de San Bartolo. Para llegar ahí hay que pasar un laberinto de calles hasta encontrarse con el que parece ser un callejón sin salida. A un lado hay semiescondida una calle de tierra que lleva hasta una serie de cajones de cemento apilados de dos en dos a los que llaman apartamentos. En el fondo de esa calle de tierra, en el segundo piso de uno de esos cajones, vive Felícita. Desde la puerta de entrada al apartamento se puede ver un muro blanco junto a un palo de mango con un tatuaje que anuncia quien manda: MS en letras góticas seguidas de “mara salvatrucha” en cursivas.

Un pasillo de dos metros por cinco hace de comedor, sala y bodega de electrodomésticos. Moisés repara aparatos electrónicos y los mantiene apilados. A la derecha hay dos puertas que llevan a los cuartos, primero el de Felícita y su esposo, y luego el que entonces era de Cristina. Al final del pasillo, a la izquierda, está el baño.

Cuando Cristina estaba embarazada de su segundo bebé, Felícita trabajaba en una maquila. Aquel sábado regresó a su casa por la tarde y encontró a Cristina con diarrea. No le podía dar nada porque estaba embarazada y la medicina le podría hacer daño al niño. Felícita le sugirió que fueran al hospital para que la revisaran, pero su hija le dijo que esperaran a ver si empeoraba o no. Todo empeoró.

A la medianoche, dos horas después de tomar su agua azucarada, Cristina se volvió a levantar. Salió del cuarto y caminó un par de metros hasta llegar al baño. Entró, se sentó en la taza del inodoro y ahí quedó un bebé de siete meses de gestación.

Durante el juicio, una de las pruebas en contra de Cristina fue el testimonio de una experta de Medicina Legal, quien dijo que los dolores estomacales que sufrió la acusada eran en realidad dolores de parto. Esta aseguraba que la confusión entre ambos es exclusiva de las mujeres que por primera vez tienen un bebé. “La mujer que ha parido por segunda vez tiene que saber que son los dolores de parto y no simples dolores estomacales”, afirmó la médica forense Carolina Eugenia Paz Barahona. Esa explicación, según la Fiscalía, probaba que Cristina sabía que estaba por dar a luz y aun así no actuó para buscar ayuda. Y no buscó ayuda porque quería deshacerse de su bebé.

El 24 de octubre de 2004, cuando a la casa de Cristina se presentaron Fiscalía y Medicina Legal a hacer la inspección para levantar el cadáver del bebé, el acta del procedimiento consigna que el cuerpo que estaba en el piso del baño correspondía a un bebé de siete meses de gestación. Ese dato lo sustentan las firmas del fiscal y del médico forense William Hernández Pineda.

Ya en la audiencia de sentencia, lo que la experta de Medicina Legal aportó fue una cosa muy distinta. Según Paz Barahona, el bebé de Cristina tenía mucho más tiempo de gestación que los siete meses apuntados por su colega Hernández Pineda. “... La viabilidad se ve después de las 37 semanas de gestación en adelante, que el bebé ya tenía entre 40 y 42 semanas, ya de tiempo maduro y ya estaba preparado para la vida extrauterina”, dijo la médica forense, citada en la sentencia. Según el documento, entonces, Cristina tenía entre 10 y 10 meses y medio de embarazo cuando dio a luz.

* * *

Era poco después de la medianoche y Cristina estaba en al baño. No tenía fuerzas y vio que había perdido mucha sangre. Estaba sentada sobre el inodoro, semidesnuda y sangrando en una celda diminuta de dos metros por uno. Con las pocas fuerzas que le quedaban, logró golpear un poco la puerta de metal, mover la manija lo suficiente para abrirla y dejar salir un gemido silencioso en busca de ayuda: “¡Mamáááá...!”.

Felícita no sabe si es que alcanzó a escuchar el llamado de su hija o si la necesidad de ir al baño la despertó, pero a las 12:15 se levantó y caminó hacia el baño. Cuando abrió la puerta vio que Cristina estaba sentada en el retrete. Pero estaba rara. Parecía que se estaba cayendo y estaba pálida.

-Cristina, ¿qué pasó? -preguntó Felícita, con preocupación.

-El niño, el niño se me ha ido al servicio -logró balbucear Cristina, mientras su mamá veía que el baño estaba lleno de sangre.

Felícita quedó impactada con las palabras de su hija. Por un momento se detuvo, sin saber qué hacer, pero pronto reaccionó. Levantó a su hija y la hizo a un lado. Entonces fue cuando vio lo que estaba descansando en el inodoro. Era una chibola de piel y sangre. Era su nieto.

Ante esta imagen, dio la vuelta y regresó a su cuarto para despertar a su esposo, quien seguía dormido sin saber lo que pasaba a su alrededor. Necesitaba su ayuda, su hija se estaba sangrando y el bebé estaba en el inodoro.

Mientras su esposo terminaba de despertarse, corrió de nuevo a donde su hija. No la podía dejar ahí tirada, sin ropa y llena de sangre. Cerca del baño mantenía una bata larga, la agarró y con ella la cubrió. Entonces, Felícita, una mujer de alrededor de 1.55 metros de estatura, levantó a su hija que la igualaba en altura y la movió un par de metros hasta sentarla en una silla junto a la puerta de su cuarto. Para entonces Cristina estaba inconsciente y no podía sostenerse en la silla.

Moisés llegó y vio cómo del baño salía un rastro de sangre hasta donde estaban las dos mujeres. Se acercó al baño. Desde ahí salió una voz temblorosa que pedía una toallita. Felícita corrió al cuarto y buscó una toalla de mano. Con ella, Moisés tomó al bebé que estaba dentro del servicio, lo sacó y lo puso sobre el piso del baño, cubriendo el cuerpo con la toalla en forma de manto fúnebre.

Cristina seguía perdiendo sangre y su madre le pidió a Moisés que fuera a donde una vecina, la niña Julia, para ver si ella les prestaba un carro para llevarla al hospital. La vecina les dijo que su hijo no estaba y que le diría a su esposo, pero que este estaba tomado. Ya no había tiempo que perder porque Cristina se moría.

-No, Felícita, esta niña se nos va a morir, llamemos a la Policía a que nos ayude a auxiliarla para que la llevemos al hospital -dijo Moisés-.

Ahora Felícita no sabe si hicieron lo correcto al llamar a la Policía para que los ayudara. Ese grito de ayuda resultó en una condena a 30 años de cárcel para su hija. La Policía ni siquiera llegó a tiempo para llevarla al hospital y fue el vecino quien terminó ayudándolos.

Los tres jueces del Tribunal Segundo de Sentencia de San Salvador detectaron en esos minutos un pecado de Cristina: su instinto materno debió de haber prevalecido sobre la pérdida de sangre y debió haberle dicho que antes de desmayarse tenía que haber ayudado a su hijo. La mujer no debió desmayarse sino salir en busca de ayuda. Cristina tenía conocimiento de lo que pasaba a pesar de estar perdiendo sangre y según la Fiscalía ella abandonó a su bebé. “El padrastro llama a la Policía y es él quien saca al bebé de la taza del sanitario, pues la madre lo abandona”, dicen los jueces en su sentencia.

Otro pecado que le atribuyen a Cristina es haber supuestamente desoído a su instinto de madre. “La posición de garante de quien omite el actuar pudiendo hacerlo, se desprende del hecho natural, moral de ser madre del recién nacido”, dice la sentencia, que también acusa a Cristina de haber buscado la muerte de su hijo: “La encausada tuvo la posibilidad de evitarlo si así lo hubiera querido”.

* * *

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