Jorge Vargas Méndez.25 de Noviembre. Tomado de Diario Co Latino.
jvargasmendez@yahoo.com
Cuando en medios de comunicación aparecen personas vinculadas a anteriores gobiernos o
cofrades de los mismos exigiendo frenar los altos índices de violencia feminicida y homicida, de inmediato se cae en la cuenta de que el objetivo no es referirse al problema en cuestión sino continuar la campaña que busca invalidar la actual gestión de cara a 2012.
Para empezar, ubican al problema como uno de los obstáculos para la inversión empresarial y no como una situación que atenta contra los derechos humanos de la población; es decir, un clima favorable para la reproducción del capital nacional y extranjero parece que se antepone al imperativo de garantizar el pleno respeto a los derechos humanos, para el caso, el derecho a la vida y a la seguridad de las personas.
Y enseguida, esas voces colocan el problema como si fuera de reciente aparición y no como fenómeno de profundas raíces estructurales y coyunturales, cuyas soluciones, adecuadas y oportunas, son deudas heredadas.
Contra la desmemoria… está la Historia
Para 1995, por ejemplo, el promedio de asesinatos diarios fue de 21.5 personas, y alrededor de 42 personas diarias se reportaron lesionadas y más de cuatro mujeres por día fueron víctimas de violación. Pero eso no es nada, en el año previo las cifras registradas fueron mayores. Sólo entre 1994 y 1995 el promedio anual de muertes violentas (8,504) superó al total registrado fuera de los escenarios de guerra durante los últimos doce años de conflicto (7,083), según los archivos de la Fiscalía General de la República (FGR).
En otras palabras, se trata de un problema que ya era alarmante durante las gestiones de los presidentes Alfredo Cristiani (1989-1994) y Armando Calderón Sol (1994-1999), y que aun con claros descensos se mantuvo en las gestiones de Francisco Flores (1999-2004) y Elías Antonio Saca (2004-2009), por lo que el problema no es reciente ni las soluciones dadas en su momento fueron serias.
Así pues, el problema estaría más relacionado con la indiscriminada circulación de armas legales e ilegales en el país, la falta de control de las armas de uso privativo de la Policía Nacional Civil (PNC), Fuerza Armada e incluso de las empresas de seguridad privada que en el marco de la “libre empresa” proliferaron después de 1992, así como también a partir de la impunidad con que han operado ciertas “personalidades” y bandas dedicadas al lavado de dinero y el contrabando de armas, haciendo uso de los puntos ciegos que han abundado en las fronteras terrestres y marítimas e incluso contando con el apoyo abierto o solapado de la corruptela gubernamental que también abundó a lo largo del siglo XX y de casi toda la década que finaliza.
A lo anterior debe sumarse el incremento en la producción y consumo de diversas drogas a escala mundial, sobre todo en los Estados Unidos, por lo que los cárteles le apostaron a la organización de jóvenes en maras o pandillas valiéndose de los altos niveles de pobreza y exclusión social que afectan a países como el nuestro. Todo eso ha hecho del territorio y la juventud salvadoreña un escenario violento, algo que cada vez se torna más complejo y que se estimula con la impunidad.
La apuesta debería ser la integración nacional
En fin, atribuir los diferentes problemas o sus causas a la actual gestión, como es el caso de la violencia y la situación económica, es la estrategia mediática de algunos grupos y personas vinculadas al neoconservadurismo económico y político, lo que no hace más que descalificar o invalidar sus discursos o señalamientos. No se quiere ver la problemática desde otro ángulo.
El próximo año se conmemorará el bicentenario de las primeras asonadas independentistas (1811) que culminaron con la firma del Acta de Independencia (1821). Pero en el resto del siglo XIX, en vez de impulsar la integración nacional la sociedad se polarizó mucho más con la concentración de tierras en pocas manos, lo que afectó a la población indígena y campesina.
Durante el siglo XX, producto de la injusticia social y económica que afectaba a la mayoría de la población, aquella polarización heredada se agudizó con el ascenso del militarismo al poder y empujó al país a la guerra civil que tras un largo proceso de diálogo-negociación se superó con la firma de otro documento: los Acuerdos de Paz (1992). Y tampoco hubo un proceso de integración nacional posteriormente.
Doscientos años después estamos como al inicio: grupos económicos dominantes pugnando por su status quo e intereses de sector, y la inmensa mayoría de la población con progresivo deterioro en la calidad de vida. No hemos aprendido nada de la Historia. Eso es lo que se percibe a menudo en los medios de comunicación, los que no vacilan en poner el relieve conforme a su línea editorial.
De ahí que resulten comprensivas medidas de beneficio para la mayoría de la población, por ejemplo: mejora salarial para la burocracia, cuyo desempeño se esperaría más eficiente; focalización del subsidio al gas propano, que se espera llegue a la población más necesitada (hogares con jefatura femenina, en primer lugar); fomento y apoyo a la mediana, pequeña y micro empresa, que son las que más empleo generan; medidas para ampliar la recaudación tributaria y reducir la elusión, pues hasta ahora el financiamiento del Estado a través de los impuestos ha recaído principalmente en la clase media y población consumidora en general, pese a que el país debería ser financiado por el conjunto social según las posibilidades económicas de cada grupo o sector. ¿Es posible comprender esto último?
Cuando vemos a cientos de familias desplazadas nuevamente, hoy debido a la violencia social; altos índices de desempleo y subempleo, ahora mayores como efecto directo e indirecto de la crisis financiera mundial; pobreza, emigración, etc., y que aún persisten análisis mezquinos, uno cae rápido en la tentación de pensar en que la integración nacional es una utopía. Así de sencillo.
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