No se puede castigar con altos impuestos a determinados sectores sin que ello, de inmediato, se refleje en los precios de todos los productos, incluyendo alimentos y servicios básicos.
Editorial.10 de Diciembre. Tomado de El Diario de Hoy.
Que todos somos parte de la cadena de productores y consumidores del país y del mundo, lo hemos señalado múltiples veces en estas páginas. Hay un ejemplo entre una infinidad que lo demuestra: el de la tienda de barrio que vende una libra de azúcar.
La venta es posible gracias a la labor de un número casi infinito de personas, empresas y comercios. La dueña de la tienda tiene un inventario de productos gracias al financiamiento que recibe o le dan sus proveedores, los que gestionan créditos bancarios; el azúcar le llega por medio de un mayorista, que a su vez la obtiene de la empresa que la empaca. Se empaca en bolsas plásticas que alguien fabrica y otros imprimen.
El azúcar la producen los cañeros que pagan cortadores y la despachan con transportistas, se procesa en ingenios y se embolsa en sacos que son elaborados por empresas que se dedican a ese rubro, que compran materias primas de otros productores tanto del país como del extranjero. Intervienen proveedores de fertilizantes, distribuidores de maquinaria agrícola, gasolineras, talleres de mantenimiento, etcétera.
Nuestros lectores pueden armar sus propias cadenas de producción con lo que comen, lo que visten y calzan, lo que les lleva a sus trabajos, lo que les entretiene, lo que les cura al enfermarse. La señora que corta y cose su propia ropa tiene que comprar las telas en un almacén o en el mercado, trabajar en una mesa hecha por un carpintero, alumbrarse con la energía que suministran los generadores y distribuyen varias empresas.
Nada en exceso, en especial los impuestos
Es evidente que no se pueden cambiar las condiciones en que un miembro o una parte de la cadena se desenvuelve, sin que el resto sea a su vez afectado. Si suben los precios del petróleo --vivimos la experiencia hace un año-- los costos adicionales del transporte y la electricidad repercuten de inmediato en los costos del resto de la cadena productiva y, por lo consiguiente, en los precios de todos los bienes y servicios.
La moraleja del cuento es simple y obvia: no se puede castigar con altos impuestos a determinados sectores sin que ello, de inmediato, se refleje en los precios de todos los productos, incluyendo alimentos y servicios básicos. Si, como ejemplo, se elevan los impuestos a los fabricantes de plásticos, o suben los aranceles de la materia prima que utilizan, casi al momento se afectan los precios de las bolsas usadas para dispensar lo que la gente más pobre come.
Ninguna empresa, ningún sector, puede absorber alzas en sus costos sin verse obligados a pasarlas a los compradores de lo que fabrican y los servicios que prestan. No hacerlo los llevaría rápidamente a la ruina, como está sucediendo en Venezuela con los controles de precios de Chávez que han desabastecido los mercados. Es lo que sucedió durante la guerra de los Ochenta en El Salvador: los pobres fueron forzados a renunciar al aceite y volver a las grasas animales, con los predecibles efectos en su salud. La guerra contra "los ricos" aceleró la bancarrota general, afectando entre otras cosas la transferencia de tecnología y los procesos para lograr mayor eficiencia.
Los griegos se regían por una regla de sabiduría: nada en exceso, mucho menos los impuestos
EDH-Editorial-Estornudan en Santa Ana y los migueleños lo sienten
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios que incluyan ofensas o amenazas no se publicaran.