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2010/12/11

LPG-Única salida: humanizar el desarrollo

 La humanización del desarrollo no es, a estas alturas una mera cuestión moral, pese a que en lo moral está su justificación básica: hoy es un requisito de sostenibilidad pragmática.

Escrito por David Escobar Galindo.11 de Diciembre. Tomado de La Prensa Gráfica.

degalindo@laprensa.com.sv

Hoy, en todas partes parece estar pasando lo mismo: un ejercicio de realidad que hace que todos los conceptos establecidos estén sometidos a prueba ácida. Desde luego, por más que la transversalidad se imponga en todas partes, nunca será lo mismo lo que pasa en Estados Unidos que lo que pasa en El Salvador, para citar contrastes extremos en poder material y en significación global; pero lo verdaderamente original de este momento es que esté imperando ese “en todas partes” mencionado al principio, en referencia a la puesta en cuestión de los conceptos, de los criterios y de los usos vigentes. Pero en seguida hay que decir que todas esas preguntas abiertas lo que están esperando son respuestas coherentes y consistentes, que es lo que en verdad nunca ha habido.

Es como si la realidad tuviera que generar un alboroto sin precedentes para provocar un ciclo de respuestas sin precedentes. Y esto tiene que hacerlo la realidad por su cuenta, luego de esperar por tanto tiempo, infructuosamente, que lo hicieran los políticos, los estrategas, los pensadores y aun los profetas. Tenemos que reconocer, a estas alturas del juego moderno que derivó en posmoderno y que hoy va tras sus sombras proyectadas hacia adelante, que el racionalismo en acción, que tuvo en el siglo XIX su hora de socialización fervorosa y en el siglo XX su momento de expansión entusiasta, empezó a hacer agua desde mucho antes de que la misma presión acumulada rompiera compuertas a finales de la centuria pasada.

Y es que el racionalismo llevado a los límites a los que se llevó, genera su propia piraña: la deshumanización. Vivimos, como nunca antes, la deshumanización de los modelos de vida, en clave global. Una deshumanización que usa para su beneficio caracterizaciones idílicas como aquello de “aldea global” y de “sociedad del conocimiento”… Lo cierto es que nos movemos en una especie de plataforma cambiante, que presenta al mismo tiempo grandes posibilidades de futuro y extrañas simbologías de presente. Esa plataforma en la que se ha escenificado, por ejemplo, la gran crisis de 2008 en adelante, y en la que a la vez estamos asistiendo —todos, sin excepción— al fascinante espectáculo de la reconstrucción global de las estructuras del poder.

Todas las experiencias recientes nos enseñan que es imperioso e insoslayable replantear el concepto del desarrollo. Lo que se ha tenido en todas partes es progreso material pero no progreso moral. Es verdad que ha habido un avance en la protección universal de los derechos humanos, pero muy poco se ha avanzado en la práctica de los valores humanos. Esta práctica es la que hace posible modificar la existencia, es decir, poner a la humanidad en trance de transfiguración. Y tal transfiguración de la existencia es lo que, en síntesis final, llamamos humanismo en la más auténtica acepción del término. Sólo puede hablarse de desarrollo, entonces, cuando la existencia se transfigura, la existencia de los seres humanos de carne y hueso, no sólo de las estructuras y de sus resultados.

El desarrollo, tal como lo hemos venido viendo o aspirando, ha tendido a poner de lado el sano individualismo para dejarle el paso franco al egoísmo insano. Esto lo vemos a las claras en el fondo de la crisis actual. Ese egoísmo insano, montado en la prosperidad fantasiosa, nos hace ver que no es sostenible una realidad que no se mide a sí misma por los elementos reales que la integran, que son los seres humanos de carne y hueso, sino por los acomodos artificiales de la avaricia extrema. Es la mala práctica de los valores humanos esenciales la que ha hecho crisis explosiva. Hoy viene, inevitablemente, la tarea reconstructiva y reeducativa del ser global. No una revolución, que sería ponerle un by-pass al mal, sino una transfiguración, que es potenciar las energías del bien.

La humanización del desarrollo no es, a estas alturas, una mera cuestión moral, pese a que en lo moral está su justificación básica: hoy es un requisito de sostenibilidad pragmática. Si no nos humanizamos no sobrevivimos, así de simple. En otros tiempos, aun muy recientes, las fronteras establecidas servían, entre otras cosas, para preservar los artificios del poder imperante a su arbitrio; pero la globalización, que por esencia es disolvente de fronteras, sólo deja en pie lo humano compartible, que no puede sostenerse sin la rehumanización de la experiencia tanto personal como colectiva. Ese es, pues, el gran desafío de nuestro tiempo; o, en palabras de Ortega y Gasset, el tema de nuestro tiempo. Reconocerlo cuanto antes es la clave del rescatable porvenir.

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