Al cerrar 2010 y comenzar 2011, la variada y compleja temática de la violencia en sus distintas expresiones –intrafamiliar, social, delincuencial, entre otras— requiere urgentes tratamientos multidiciplinarios y pluriinstitucionales
Escrito por Editorial.27 de Diciembre. Tomado de La Prensa Gráfica.
Estamos por concluir un año de gran violencia en el país, y sólo en la Navidad se registraron 20 homicidios. Esta ola es efecto de un grave trastorno nacional que desde luego tiene causas múltiples. Aunque las autoridades policiales, fiscales y judiciales siempre están en la mira respecto de este fenómeno, hay que calar más a fondo para reconocer las interioridades del mismo, que tiene tan atribulada a la población. Es cierto que la institucionalidad está llamada a cumplir su función a cabalidad y a plenitud, pero también debe hacerlo la sociedad en su conjunto, tanto en su dimensión organizada como en su expresión ciudadana.
El accionar del crimen ha venido volviéndose cada vez más agresivo e implacable. Ejemplo de ello es la recurrencia de masacres, especialmente en el ámbito de las pandillas. En estos mismos días se han producido 6 víctimas en dos sucesos diferentes. Es como si se fueran rompiendo progresivamente todos los mecanismos de contención de la violencia, y esta se manifestara cada vez más como algo perversamente natural en el ambiente. Dicho comportamiento creciente debería merecer un análisis particular, porque es revelador del estado de conciencia en que se mueven muchos salvadoreños, fuera de toda racionalidad moral.
Al cerrar 2010 y comenzar 2011, la variada y compleja temática de la violencia en sus distintas expresiones –intrafamiliar, social, delincuencial, entre otras— requiere urgentes tratamientos multidiciplinarios y pluriinstitucionales. Hay iniciativas sectoriales en marcha, en instituciones como la PNC, y también componentes más definidos, como la intervención de la Fuerza Armada en tareas de seguridad, especialmente para atender el estado crítico de los centros penales; pero se debe avanzar hacia una estrategia verdaderamente compartida por todos, no en forma disgregada sino con inequívoca voluntad de unidad.
Y es que, cuando las circunstancias son como las que enfrentamos desde hace ya tanto tiempo y cada vez con más apremio, todas las señales institucionales deben apuntar hacia el mismo objetivo, que es cercar al crimen y cerrarle todos los portillos por los que logra ir imponiendo su dominio sobre la sociedad. La coherencia institucional resulta entonces determinante para estructurar y desarrollar una lucha anticriminal que pueda responder de veras, y con la efectividad debida y suficiente, a los reclamos imperiosos de una realidad que a todos los responsables de controlarla se les ha ido yendo de las manos en algún sentido.
En esa línea, la más reciente sentencia de la Sala de lo Constitucional, dada a conocer el pasado 23 de diciembre, envía un mensaje inoportuno en lo referente a la inconstitucionalidad de las penas de prisión máximas vigentes, que podían llegar hasta los 75 años. Más allá de las discutibles consideraciones técnicas, el simbolismo de rebajar las penas y hacer así posible que delincuentes de peligrosidad extrema puedan ver reducidas sus condenas constituye un mensaje contraproducente en un momento en que lo sensato es enviar los mensajes contrarios, es decir, de la rigurosidad de la ley frente a las conductas criminales de cualquier índole.
Es hora de que todos –desde la institucionalidad y desde la ciudadanía— nos comprometamos sin reservas, temores ni sesgos en la tarea de sanear nuestra sociedad en sus diversos órdenes. Es responsabilidad histórica de cuyo cumplimiento depende en mucho el futuro nacional.
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