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2010/12/06

LPG-Si la democracia funciona no hay saltos en el vacío

El panorama político latinoamericano viene estando convulsionado por el surgimiento de regímenes que, bajo vestiduras presuntamente democráticas, han instalado en sus respectivos países experimentos de populismo revolucionario personalista. Esto pareciera indicar que de la democracia también puedan salir engendros antidemocráticos. Lo cierto, sin embargo, es que esos ejemplos de “democracias” que derivan en trastornos imprevisibles son el ejemplo vivo de lo que ocurre cuando la democracia en realidad no funciona, pese a las formalidades externas. ¿Y qué se quiere decir con que la democracia funcione de veras? Pues que no sólo se mantengan los ritos electorales más o menos en pie, sino que todo el aparato de actores políticos, garantías de pesos y contrapesos, y legalidad institucional opere en serio y con los debidos controles eficientes.

Escrito por David Escobar Galindo.06 de Diciembre. Tomado de La Prensa Gráfica. 

Hay que hacer cuanto sea necesario para que la democracia en funciones esté en capacidad de cumplir con todos sus compromisos históricos sucesivos.

Si se analizan los casos actuales de regímenes populistas de signo diz que revolucionario, lo que está en la base de todos es el fracaso previo de las estructuras democráticas, sea por deterioro cuasiterminal del sistema de partidos políticos o por fallas esenciales de la institucionalidad establecida. Esos regímenes son producto más del repudio rabioso por lo que antes existía que por la esperanza sana por lo que podría venir. Ninguna democracia en plenitud de funciones ha derivado en nada parecido. Primera moraleja: cuando la democracia tiene sus tejidos y sus sistemas funcionales básicamente saludables y debidamente actuantes, lo que se impone es la previsibilidad normal, dentro de los márgenes seguros de cambio que admite y requiere una verdadera competencia democrática.

Esto conduce a una conclusión natural: hay que hacer cuanto sea necesario para que la democracia en funciones esté en capacidad de cumplir con todos sus compromisos históricos sucesivos. A los salvadoreños debería asaltarnos, en primer lugar, una pregunta de base: ¿Es nuestra democracia, tal como ahora la tenemos, suficiente para seguir siendo tal y no derivar en una caricatura de sí misma? Los indicios con los que al respecto contamos nos conducen a confiar en la capacidad de supervivencia del proceso democrático que llevamos adelante. El punto clave, pues, no está en esperar que los partidos políticos se modernicen tanto ideológica como orgánicamente, lo cual desde luego es de suma importancia, sino en preservar la integridad, la efectividad y la seguridad del régimen democrático en acción.

Una forma de distorsión retórica que provoca ansiedades sin necesidad es aquella que propagan los que hablan de “construir el socialismo” dentro de la democracia. Dicha frase tenía algún sentido cuando las fuerzas marxistas-leninistas “tomaban el poder”, bien después de guerras que les eran militarmente favorables o bien después de insurgencias revolucionarias que producían el mismo efecto. En la democracia competitiva y alternante, eso está fuera de lugar, porque lo que se da normalmente es el vaivén en el ejercicio del poder. Y es que en la democracia nadie puede “tomar el poder”, porque la característica básica de la dinámica democrática es la relatividad en el reparto sucesivo del poder: tanto alcanzarlo como perderlo son fenómenos parciales, nunca absolutos ni mucho menos definitivos.

Hay que subrayar el hecho de que una democracia verdaderamente funcional requiere un sistema de partidos políticos sólido y con identidades inequívocas. En nuestro caso nacional, hemos tenido la suerte de contar con fuerzas políticas que han logrado mantenerse fuertes en el curso de las distintas vicisitudes del proceso. Hablamos en particular de ARENA y del FMLN, es decir, la derecha y la izquierda partidariamente organizadas. Aunque aún no son las instituciones que deben ser, la ciudadanía les ha aportado en el tiempo la fortaleza que se transfiere al sistema político. Es del interés de todos, pues, que tanto la izquierda como la derecha se mantengan en ese rango de competitividad, para que el sistema progrese. Y si superan sus respectivas retóricas y sus atávicas dependencias se harán y le harán al proceso el mejor servicio.

Las elecciones de 2009 han sido para todos –y ojalá que así lo entiendan, lo aprecien y logren asimilarlo— especialmente aleccionadoras. Fueron para la derecha partidaria el muestrario más elocuente de lo que no hay que hacer. Fueron para la izquierda partidaria el muestrario de lo que no hay que improvisar. Fueron para la ciudadanía una especie de vitrina de tácticas deformadas que no hay que repetir. Nuestra democracia, que aún está reconociéndose a sí misma, debe entrar en la siguiente fase, que es la de la racionalidad competitiva, y para ello son indispensables tanto la reforma electoral como la reforma política, complementarias de lo que se ha venido acumulando positivamente en estos casi dos decenios de posguerra. Tenemos confianza en la vitalidad de las energías que mueven el proceso, y eso es lo que realmente más importa.

Si la democracia funciona no hay saltos en el vacío

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