Escrito por Óscar Picardo Joao.01 de Diciembre. Tomado de La Prensa Gráfica.
opicardo@iseade.edu.sv
En las últimas décadas se han invertido cientos o miles de millones de dólares en el sector educativo, en diversos programas, proyectos y niveles; bien sea a través del presupuesto general de la nación, a través de créditos, canjes o donativos, los ministerios o secretarías de Educación de Latinoamérica han administrado cuantiosas sumas de dinero para mejorar la cobertura, la calidad, tecnologías, etc. Algunos de estos programas o proyectos han contado con limitadas evaluaciones de medio término o de impacto, cuyos resultados son poco conocidos, y en no pocos casos estas evaluaciones han sido maquilladas para no dejar mal parado al ejecutor y al que financia; y me consta…
Lo decadente en nuestro medio —muy a pesar de estas significativas inversiones— es que las brechas socioeconómicas se mantienen o amplifican. No hay mayores cambios en lo que respecta a los indicadores de pobreza y exclusión; es más, en algunos escenarios sí se perciben cambios en los coejecutores privados, ONG, universidades, etc., mas no en la escuela. Y desde la perspectiva macroeconómica podemos cuestionar la calidad de las reformas, su costo, y en ellas el grado de “ocurrencia o seriedad” en los programas y proyectos aprobados por los ministros y ministras y avalados por los organismos multilaterales.
En nuestro contexto casi no se implementan las “técnicas de decisiones” previas en la gestión de las políticas públicas educativas, ni se conocen los análisis de la Tasa de Rentabilidad Social como indicadores que permitan evaluar el impacto social y la medición porcentual del beneficio que cada unidad monetaria invertida en el proyecto dejaría en la comunidad; tampoco se debate sobre “costo-beneficio-efectividad” de los programas y proyectos para evaluar, bajo una lógica o razonamiento, el obtener los mayores y mejores resultados al menor esfuerzo invertido, tanto por eficiencia técnica como por motivación humana. Es más, ni si quiera coinciden los planes electorales, con los sectoriales, ni con los quinquenales.
Se le puede ocurrir a algún funcionario gastar su presupuesto en televisores plasma, uniformes, útiles escolares, computadoras, realizar diagnósticos o lo que sea, sin antes validar su “intuición con tasa de rentabilidad social o costo-beneficio; en otros países con un mayor nivel de desarrollo técnico-político antes de tomar una medida educativa nacional se discuten al menos cuarenta probabilidades en donde participan generalmente 17 especialistas –nacionales e internacionales— analizando las fórmulas de costo efectividad”. (E. Shiefelbein y L. Wolf, octubre de 2008). Y esto no solo tiene que ver con la coherencia entre lo que planificamos y pretendemos ejecutar (eficiencia), sino también con la rendición de cuentas, al fin y al cabo el presupuesto de educación proviene de los contribuyentes, y da la impresión que la educación pública es mucho más cara que la privada, con los agravantes de la poca eficiencia de sus resultados, la imposibilidad de evaluar sus logros y la impotencia ciudadana de ver cómo se malgastan los recursos en programas de nulo impacto para la generación de ciudadanía y calidad académica.
Sin lugar a dudas, los intangibles educativos dan poco rédito electoral, y aparentemente es mejor construir una escuela o regalar cosas que diseñar un mecanismo para evaluar la eficiencia docente (además de tener menos problemas políticos con las gremiales). Mientras sigamos pensando así, bajo el cortoplacismo gubernamental, no esperemos cambios, ni en las pruebas estandarizadas ni a nivel socioeconómico. Los que tengan dinero podrán estudiar en instituciones de calidad, mientras la gran mayoría seguirá en las mismas escuelitas pobres y limitadas, con los mismos maestros que no se pueden evaluar, con o sin uniformes y útiles, pero con el recurrente y reducido horizonte de probabilidades que se limita a estar medio alfabetizado y listo para el fracaso o emigrar.
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