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2010/12/04

LPG-Dediquémonos a erradicar la violencia aprendida

 La clave, entonces, está en lo que se aprende, sobre todo en el diario vivir, que es el principal escenario tanto individual como colectivo.

Escrito por David Escobar Galindo.04 de Diciembre. Tomado de La Prensa Gráfica. 

degalindo@laprensa.com.sv

Las sociedades se van moldeando según sean los esfuerzos de autoaprendizaje que las vayan definiendo en el curso del tiempo. Las formas de reacción sociocultural no vienen dadas como determinismos incorregibles. Es decir, nadie es bueno o malo por naturaleza, aunque haya predisposiciones anímicas y aun orgánicas para determinadas formas de conducta; todos llegamos a serlo por obra de la experiencia propia respecto de los factores internos y externos que confluyen e influyen en cada vida. Y la educación es entonces la llave maestra para abrir todas las puertas del ser —sea personal, social o nacional—, hasta las que dan a los sótanos más siniestros o a los pasadizos más angustiosos. La clave, entonces, está en lo que se aprende, sobre todo en el diario vivir, que es el principal escenario tanto individual como colectivo.

Antes se hablaba de violencia estructural y de violencia revolucionaria. Eran realidades palpables y cuantificables, cada una en su momento. Es claro que nuestra sociedad se fue configurando conforme a esquemas y a prácticas violentas, comenzando por la violencia básica del ejercicio del poder. Si algo ha sido una constante histórica perversa en el país ha sido la noción imperante del poder sólo limitado por sí mismo, es decir, ilimitado respecto de la realidad en que se mueve. Esto llegó a tener tanta implantación en el ambiente que llegó a parecer natural. Recordemos ejemplos que hoy parecen inverosímiles, pero que entonces eran símbolos corrientes: para el caso, aquella larga época en la que la sola mención de que un civil podía ser Presidente de la República resultaba insultantemente subversiva.

La violencia estructural fue la incubadora de la violencia revolucionaria. Contra la puerta tapiada, el explosivo demoledor. Así llegamos a los años setenta, década que fue la antesala inmediata del conflicto bélico, que es, en cualquier parte, la expresión superior de la violencia, cuando la lógica más perversa se instala en la realidad: todo se reduce a la eliminación del “enemigo”, que parte de una figura esencialmente maligna, la del “enemigo interno”, es decir, el enemigo en la familia. Fracasó la guerra como recurso militar, y se abrió el camino de la recomposición pacífica de la sociedad. Pero no se hizo lo que terapéuticamente había que hacer: limpiar el cuerpo social de virus violentos, que se quedaron ahí, preservando espacios tomados y buscando nuevos escondrijos para sobrevivir. Y eso es lo que ha ocurrido en estos años de posguerra.

Hoy se habla de violencia delincuencial, de violencia social, de violencia intrafamiliar… Son expresiones más particularizadas del mismo fenómeno. La violencia aprendida, pues, ha seguido desarrollándose, con sus metástasis “inteligentes”, hasta hacernos sentir la náusea del peligro incesante. Y lo peor de todo es que esa náusea tiende a asumir una especie de condición natural, como si vivir con la violencia y entre la violencia fuera una forma asumida de estar aquí. ¿Qué hacer ante semejante estado de cosas? En primer lugar, tomar conciencia del mismo. Habría que hacer un análisis desapasionado sobre el estado de la conciencia nacional en este punto tan preciso y determinante. Los indicios disponibles apuntan a que dicha conciencia es aún muy frágil y voluble, aun en las instancias institucionales.

Se tiende a tratar la violencia como un asunto más, sin animarse a verlo en la verdadera dimensión y significación que tiene. Quizás por temor a develar los males que están debajo de ese síntoma. Porque la violencia es en realidad un síntoma. Un síntoma, en primer lugar, del estado en que se encuentra el carácter nacional, como derivación del estado en que se encuentra el carácter del ciudadano. La violencia es una reacción, y por ende indica, de entrada, descontrol de la actitud reactiva. Se manifiesta en hechos y también en palabras. Cuando vemos, por ejemplo, las formas desafinadas y virulentas que prevalecen en el trato entre políticos, ahí también está la violencia haciéndose sentir y queriendo hacerse valer. La educación de las acciones y de las reacciones es, entonces, básica para atacar esa forma cotidiana de violencia contaminante.

Necesitamos en verdad una política nacional contra la violencia en todas sus manifestaciones, que sea una especie de cruzada permanente, sin bombos ni platillos publicitarios, pero sí con la suficiente consistencia y eficacia para impregnar las conductas de los ciudadanos y de los liderazgos en función de una nueva forma de ser y de actuar. Que las autoridades hagan su trabajo en lo tocante a las manifestaciones antisociales y delictivas de la violencia; pero en el entendido de que eso es sólo una parte del esfuerzo que se necesita. Hay que superar el reduccionismo con que se ha venido viendo y tratando el problema de la violencia en el país. Los resultados, hasta hoy, son desalentadores. Para que sean alentadores tienen que partir de un reenfoque del mal profundo, para entender por donde van sus canales de contagio y sus ramificaciones agresivas.

Dediquémonos a erradicar la violencia aprendida

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