El transporte público es una maraña de incongruencias, abusos y complacencias cómplices. Hay que reformar a fondo el sistema, sin atropellos pero también sin acomodos pervertidores, como se ha venido estilando.
Escrito por Editorial.01 de Marzo. Tomado de La Prensa Gráfica.
En el país se construye un Estado de Derecho, lo cual es una tarea ardua y compleja, porque los arraigos del Estado de Arbitrariedad que ha sido la constante más visible de la tradición nacional son profundos y se defienden a como dé lugar. La democratización viene a ser, entonces, el mecanismo correctivo que sustenta la construcción del Estado de Derecho, y en esa línea es de fundamental trascendencia que se le vayan cerrando los portillos y sellando los desagües a la arbitrariedad que es hermana siamesa de la impunidad. Esto hay que hacerlo y sostenerlo en todos los campos de la actividad humana, sea pública o privada, y por eso mismo es la tarea más determinante de la estabilidad y del desarrollo en todos los órdenes.
La ilegalidad no puede tener, entonces, justificación de ninguna índole, y mucho menos cuando se trata de funciones o de servicios que son altamente sensibles, como es el caso del servicio de transporte público, que se ha vuelto ejemplo vivo de lo que no debe ser. Los gravísimos accidentes ocurridos en el transporte interdepartamental en días recientes han generado respuestas inmediatas en los ámbitos institucionales, desde la Presidencia de la República hasta las estructuras encargadas del control administrativo y policial. Una de esas reacciones ha sido la de hacer revisiones en el terreno sobre las licencias de los conductores, sobre su estado al conducir y sobre normas mínimas de seguridad. Así se ha comprobado lo que es vox populi: que muchos conductores no tienen licencia, la tienen vencida o cargan con múltiples infracciones de tránsito no canceladas; y también que sigue habiendo abuso de alcohol y otras drogas, así como descuidos flagrantes en el servicio.
Desde los ámbitos empresariales del transporte público se han dado reacciones de reclamo, incluyendo paros y desórdenes, por el proceder de las autoridades, con el pretexto de que eso puede hacer colapsar el servicio. Reacciones de este tipo son inverosímiles, porque aceptarlas significaría que hay que saltar por encima de la ley para llenar una plantilla de trabajadores. Con ese tipo de criterios no es de extrañar que se den tragedias como las que periódicamente suceden. ¿Cómo es posible dejar en manos de conductores no calificados y, por ende irresponsables, las vidas de los que se aventuran por necesidad a tomar unidades que tampoco llenan las condiciones mínimas de seguridad mecánica?
Sucesos como éstos ponen en flagrante evidencia que el Estado de Derecho es aún muy frágil e insuficiente entre nosotros, y ese el principal impedimento para darle a la evolución nacional todos los insumos que necesita para su sano desenvolvimiento. La transparencia administrativa y empresarial es esencial si queremos desarrollarnos y progresar de veras. Y el hecho de que la ilegalidad y la arbitrariedad queden al descubierto –como se ve en el caso que comentamos– constituye un índice señalador de por dónde deber ir las debidas correcciones.
El transporte público es una maraña de incongruencias, abusos y complacencias cómplices. Hay que reformar a fondo el sistema, sin atropellos pero también sin acomodos pervertidores, como se ha venido estilando. El reto, pues, no está en hacer correcciones parciales y ajustes circunstanciales, sino en ir a la raíz, que está en el mismo esquema empresarial vigente. Sanear dicho sistema con la ley en una mano y con el realismo en la otra constituye el desafío tanto para el Gobierno como para los prestadores del servicio. Y eso hay que hacerlo en este campo y en todos aquellos otros donde la arbitrariedad continúe siendo pan de cada día.
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