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2011/03/26

LPG-Los años terminados en 1: 2001

 Lo que en realidad ocurre, bajo todos los movimientos ondulantes o explosivos de esta época en marcha, es que se nos está demandando a todos que recompongamos casi todo, en una tarea que de seguro sobrepasa las fuerzas acumulables.

Escrito por David Escobar Galindo.26 de Marzo.Tomado de La Prensa Gráfica. 

 

El primero de enero de 2001 El Salvador despertó dolarizado. Se venía hablando de ese tema desde hacía tiempo, desde la tarima de los analistas económicos; pero el 30 de noviembre de 2000, en una decisión repentina como tantas otras, la Asamblea Legislativa aprobó la eufemísticamente llamada Ley de Integración Monetaria, que a todas luces implantaba la dolarización de nuestra economía. Aunque según la ley el colón seguiría existiendo, a partir de aquel momento ya no era más que un recuerdo. Como todas las cosas que definen realidades, dicha medida traía pros y contras. Se eliminaba de tajo la discrecionalidad en el manejo monetario, lo cual es positivo; pero ello implicaba a la vez eliminar la política monetaria, lo cual ponía una armadura rígida sobre el sistema. Pero estaba hecho, y había que encarar sus efectos.

Pareció que el destino maniobraba a favor de la dolarización, porque sólo 13 días después de que el dólar asumiera su nuevo rol vino el asolador terremoto que golpeó buena parte del país, con efectos altamente destructivos. De seguro, si la dolarización no hubiera entrado antes en vigencia, ya no se hubiera hecho, porque los quebrantos derivados del desastre natural establecían de inmediato otras prioridades. El terremoto ocurrió cuando no se habían cumplido los 15 años desde el anterior, el de 1986, que devastó la capital. Estábamos de nuevo expuestos al flagelo recurrente. Los flancos del país quedaban otra vez al desnudo. Y, para remachar, el 13 de febrero siguiente la tierra volvió a trepidar con enojo incontrolado. Venía, pues, el reto de otra reconstrucción, cuando aún resollaban los esfuerzos de la reconstrucción tras la guerra.

Al darse una catástrofe, sea natural o social, las alarmas anímicas de la nación se activan, pero vuelven a ocultarse cuando se diluye el respectivo impacto. Desafortunadamente, nuestro país ha vivido de catástrofe en catástrofe, y eso ha producido un efecto actitudinal adverso a nuestro propio interés como comunidad nacional periódicamente victimizada: una especie de amnesia autodefensiva, que nos hace estar en permanente fuga psíquica, como si olvidar tuviera algún efecto protector. Es todo lo contrario, según la reiterada experiencia nos enseña. 2001 fue un año emblemático de esto que señalamos. Se emprendió la reconstrucción, pero sin que ello hiciera posible apartar las alambradas de los intereses partidarios. Un absurdo que se ha venido repitiendo a lo largo de la ya prolongada posguerra.

En septiembre, justamente el martes 11 por la mañana, las imágenes televisivas mostraron una secuencia que parecía sacada de alguna película de dramatismo esperpéntico. Las Torres Gemelas de Nueva York, estructuras simbólicas de la grandeza de la Gran Manzana y del poderío económico de Estados Unidos, la primera potencia del mundo por tanto tiempo, se derrumbaban tras el impacto de aquellos dardos que parecían insignificantes, y que en realidad eran aviones dirigidos contra un blanco, con espeluznante precisión asesina. El terrorismo perforaba uno de los grandes símbolos de la civilización contemporánea de Occidente. Y ese hecho, más allá de la bestialidad del mismo, vendría a cambiar, en sólo unos instantes, entre la polvareda de la destrucción y el azoro de la humanidad, el mapa estratégico de nuestro tiempo.

La globalización es, en muchos sentidos, sinónimo de vulnerabilidad. Un mundo cada vez más abierto, en el que todo de fronteras van cediendo a las distintas presiones de la transversalidad de las energías históricas actuales, deja en creciente inermidad todo lo establecido, aun lo que parecía más consagrado. Este hecho, sin precedentes en la modernidad, es simbólico de eso que, a falta de un nombre más indicativo, llamamos posmodernidad. Lo que en realidad ocurre, bajo todos los movimientos ondulantes o explosivos de esta época en marcha, es que se nos está demandando a todos que recompongamos casi todo, en una tarea que de seguro sobrepasa las fuerzas acumulables. Y por ello este es un concierto de desconciertos, en el que participan los “desarrollados” y los que han sido etiquetados “en vías de desarrollo”.

El 2001, al comienzo del nuevo milenio, fue, pues, un año revelador y detonador. Nosotros no escapamos a esos signos. Llegaríamos, incluso, a participar en aquel remedo de coalición para hacer la guerra en Iraq. Este nuevo milenio, esperado con tantas ansiedades y expectativas, parece haber venido al encuentro de una realidad que está por hacerse haciéndose, como un mecano reversible. Sin duda, el calendario tiene una sorprendente capacidad de reinventarse, aunque en apariencia sea una inocente máquina que funciona sin sobresaltos. Allá los que se lo crean.

Los años terminados en 1: 2001

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