René Martínez Pineda.30 de Marzo.Tomado de Diario Co Latino.
(Coordinador del M-PRO-UES) *
Todos los que estudiamos alguna ciencia social, tarde o temprano, pasamos por una fase inexorable que tiene que ver con la revelación de nuestra vida como algo único, privado y, ante todo, precioso, porque no hay nada que lo sea más que nuestra biografía. Generalmente –dependiendo de cuál haya sido nuestra opción teórica y nuestra militancia política, si tuvimos la suerte de tenerla siendo estudiantes- esa revelación (que revela, para luego velar, la historia que viene del ombligo y, al mismo tiempo, nos revela la que debemos creer) la tenemos en el último año de estudios, en medio del griterío hormonal, del primer trabajo, de la primera investigación seria. El sustento de esa revelación es -por paradójico que parezca- como un volver a la infancia y al día en que botamos el “nosotros” porque somos domados por “ellos” (como si olvidáramos, súbitamente, las palabras conceptuales y juicios científicos que –por dios lo juro- son los que nos permiten tener conciencia del mundo y revelar la verdad oculta en él) y, como recién nacidos, creemos que somos el centro de un universo carente de leyes (el recién nacido cree que cuando cierra los ojos el mundo se desvanece) cuando lo que pasa es que la mentira está siendo desplazada a la verdad.
El 24 de marzo se designó (en honor a Monseñor Romero, quien -sin guardaespaldas- hizo de la verdad su trinchera de lucha contra la injusticia) como “el día de la verdad”, y, en el marco de los discursos alusivos, volví a oír la frase: “la verdad os hará libres”. Seguramente, quien la acuñó, con toda la buena intención del mundo, no contaba con que los sistemas políticos se sostendrían con la mentira deliberada, la que, como mecanismo para mantener un poder decadente, es una elaboración compleja, consciente y mucho más complicada que la verdad; no contaba con que la verdad sería algo incómodo o impertinente –en la academia y en la calle- y que, por ser así, nos haría esclavos; unos esclavos sin remedio, pues, sabemos que lo somos.
Quién –al ser bautizado en la pila de la sociología- podría imaginar que la verdad social es sodomizada por la política –en lugar de ser al revés- la que, con ello, adquiere la categoría de ciencia oculta o de relaciones públicas. Y no hablo de la verdad retenida, que es algo así como ponerle voluntariamente un bozal a la conciencia crítica; ni tampoco hablo de la mentira piadosa que, como construcción cultural, es el cemento que mantiene unida a la sociedad en su subjetividad y que, simbólicamente, le da armonía a las relaciones sociales al convertirnos en el Doctor Merengue. Hablo –bajo el riesgo de ser incómodo y marginado por buscar la información que mi formación impone- de la mentira que, como factor de control político y de domesticación social, se enseñorea en la sociedad y le enseña a callar, o a mentir, a la realidad: “La intervención en Libia –dice Obama, premio Nobel de la Paz- es una necesidad moral y estratégica, y no será un nuevo Irak”. Hablo de la mentira como recurso político que no quiere oír la verdad; de la mentira que tiene el poder de matar a la verdad sin ser su victimaria… entonces, surgen las preguntas tontas: ¿por qué la verdad tiene que contar con el permiso de la política para ser dicha? ¿Adónde nos ha llevado esa necedad? Y entonces surgen, también, las conclusiones lapidarias: “recurrir a la mentira, de forma sistemática y cínica, es reconocer -aunque no lo reconozcamos- que tenemos un miedo inenarrable; miedo a la realidad; a la verdad; a la explicación científica dada por las ciencias sociales, la que, generalmente, le incomoda al político… miedo a nosotros y a nuestra memoria: “El 13 de marzo de 1961, John F. Kennedy oficializó –con los embajadores de América Latina- el programa Alianza para el Progreso (nombre sospechosamente similar al de Asocio para el Crecimiento) para contrarrestar –aunque fue una verdad omitida- la influencia de la revolución cubana y apoyar medidas reformistas como: la reforma agraria para mejorar la productividad agrícola; el libre comercio; la modernización de la infraestructura de comunicaciones; reforma de los sistemas de impuestos; acceso a la vivienda; mejorar las condiciones sanitarias para elevar la esperanza de vida; mejora en el acceso a la educación y erradicación del analfabetismo; precios estables; control de la inflación; cooperación monetaria”. Sin embargo –como colosal monumento en honor de la mentira- nada de eso se impulsó, o no mejoró significativamente las condiciones de vida de las inmensas mayorías pobres de la región continental.
Lo anterior viene a colación debido a que, en ocasión de la reciente gira del presidente norteamericano por Latinoamérica, uno de los siete lectores fieles que tengo me preguntó, con cierto gesto de indignación, que: ¿por qué no escribí sobre la visita de Obama? Mis respuestas, al reflejo, fueron: ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene hacerlo? ¿Qué información o datos nuevos voy a aportar al respecto, sin ser incómodo al recordar que en 1846 Estados Unidos se apropió de la mitad del territorio mexicano; que en 1853 invadió Nicaragua, en 1855 Uruguay, y en 1954 a Guatemala, sólo por mencionar el 3% de sus invasiones? ¿Acaso no han estado entre nosotros todos los presidentes norteamericanos desde el día en que tomaron posesión? ¿Qué sentido tiene decir lo mismo sobre los mismos, si nadie quiere oír la verdad porque consideran que es políticamente inoportuna, tanto en la palestra pública como en los doctorados en ciencias sociales?
Y caigo en la cuenta de que soy un ser neuronalmente frágil y espiritualmente ingenuo (y, quien dice eso, es porque no quiere decir la palabra “estúpido”) porque he venido afirmando –con paciencia de santo- que el pueblo salvadoreño no tiene memoria histórica. Estaba equivocado… sí la tiene, sólo que –como cuando estamos sumergidos en la cotidianidad pedestre en la que reina la mentira- escogemos cuáles son los recuerdos a tener. La mentira y la verdad enfrentadas –disputando cruentamente cada centímetro- en el campo de batalla de la historia construida, que nos trae a la mente tanto las hazañas de liberación como la ignominia de la sumisión feliz que termina triunfando; esa sumisión que nos convirtió, por un día, en un Estado gringo en el siglo XIX; esa sumisión que nos llevó a copiar la bandera norteamericana en la segunda mitad del siglo XIX; ese beso gratuito a la bandera norteamericana que hizo célebre al presidente Duarte.
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