La más reciente novela de Horacio Castellanos Moya, “La sirviente y el luchador” (Tusquets, 2011), es el cierre de una saga de narraciones que tiene como eje la historia de una familia arrastrada al remolino de la violencia política. Esta quizás sea, entre todas, la que más destila crudeza en el lenguaje y en las situaciones que describe.
Escrito por Miguel Huezo Mixco.17 de Marzo. Tomado de La Prensa Gráfica.
No es para menos. La novela transcurre en El Salvador de los años ochenta. La trama es simple: un joven matrimonio es secuestrado por un grupo de hombres fuertemente armados, vestidos de civil, y llevados a las cámaras de tortura del Palacio Negro, el cuartel de la Policía Nacional. En torno a este hecho se juntan las historias de un sicario y ex luchador profesional –conocido como el Vikingo– y María Elena, la empleada de la casa de la pareja que emprende un viaje al corazón de las tinieblas tratando de encontrarlos.
Los lectores de la obra de Castellanos Moya advertirán de inmediato los numerosos vasos comunicantes que existen entre los personajes de esta novela y otras anteriores, como “Donde no estén ustedes” (2004), “Desmoronamiento” (2006) y “Tirana memoria” (2008).
Horacio describe la época con toda su crueldad. Por ejemplo, produce un minucioso registro de las violentas relaciones entre los torturadores y los “macheteros”, en las inmundas oficinas y pasillos del cuerpo policial. El Vikingo es el más viejo de todos y sufre el escarnio de sus compinches. Estos, a su vez, se disputan entre sí los cuerpos de sus víctimas no solo para aplicarles las más atroces técnicas del suplicio, sino también para procurarse placer sexual. El Vikingo, pese a sus males, participa en aquel festín. “Toma a la muchacha por el cabello y la alza, como se alza por la nuca a las perritas de raza.”
La novela incursiona también en el mundo interior de María Elena. “Flaca, huesuda, la nariz corva; lleva un vestido ligero, color crema: el pelo entrecano, lacio.” Ella vive aferrada a un sentido de fidelidad hacia sus patrones. Guarda, además, el origen de su hija, Belka, como oscuro secreto personal. El único que lo conoce es, paradójicamente, el Vikingo. Belka, que trabaja como enfermera en el Hospital Militar, es seducida por el médico jefe y reclutada para atender en secreto a los sicarios que resultan heridos en las operaciones encubiertas contra los opositores.
Luego, están los grupos revolucionarios, sus procesos de iniciación, su azarosa vida secreta llena de peligros y su empeño en cobrar cada golpe con nuevos golpes. Sus combates callejeros con la policía son vividos con la emoción de un juego peligroso y despiadado. Así reflexiona uno de ellos: “Hoy ha ganado puntos. Es la tercera operación de ajusticiamiento en la que participa. Y la más peligrosa: no se trataba de eliminar a un informante sino a un policía ‘fogueado’”.
Los personajes se miran de principio a fin envueltos en una vorágine: luchas callejeras, capturas, tiroteos, sesiones de tortura. Es el retrato de una sociedad sin descanso ni tregua por causa de la violencia. Y las muertes se repiten, una tras otra. Muerte contra muerte: demasiadas muertes. Para quienes vivimos esa época, la novela resulta demasiado verídica y, quizás, mueva pensar que venimos de una época de locura que, desgraciadamente, con nuevos y más actores, parece lejos de terminar. Las víctimas, las de ayer y hoy, en todos los bandos, resultan siendo los mismos: los jóvenes. Ellos siguen siendo los escogidos de esta interminable “guerra florida” ordenada por la insaciable diosa gris de la violencia, que no se cansa de besar vísceras y devorar corazones abiertos.
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