Oscar A. Fernández O.07 de Abril.Tomado de Contra Punto.
SAN SALVADOR - La contradicción entre la continuidad de la “soberanía del dominador” y la necesidad de construir la “soberanía del pueblo” sigue siendo el tema central de la lucha política contra la burguesía y el debate de ideas con las derechas neoliberales, que hoy pretenden usurpar el discurso de la participación popular activa, poniendo parches que simulan mayor democracia, en un sistema electoral que fue armado en función de una estrategia contrainsurgente, sin tocar en esencia el problema del poder de facto, antecedente brutal del Estado oligárquico, que dentro de este pequeño y débil avance democrático, lucha por volver a la palestra.
El análisis revolucionario al explicar el carácter de clase de la civilización burguesa, del parlamentarismo burgués, expresa el pensamiento que con la máxima precisión científica formularon Marx y Engels, al decir que la república burguesa, aun la más “democrática”, no es más que una máquina para la opresión y desinformación de la clase obrera por la burguesía, de la masa de los trabajadores por un puñado de capitalistas.
La estrategia neoliberal de despolitización de lo político, genera que la ciudadanía común “no quiera saber nada de los políticos” y por lo tanto no está al día de las acciones, correctas o incorrectas que éstos hagan en este plano. Cómo agravante a esta campaña de despolitización impulsada por las derechas y las oligarquías económicas, la falta de efectividad del Estado y las leyes, inciden grandemente en este alejamiento entre sociedad y Estado.
Esta sin duda es una realidad política capital, que nos reta a la transformación radical del sistema de participación popular, más allá de si se vota por banderas, por listas o por fotos de candidatos.
Sin embargo, mientras esta tensión o equilibrio inestable entre lo que piensa y quiere el pueblo y quienes interpretan esta voluntad, permanezca “inalterable” siempre tendremos la oportunidad de fundar nuevamente nuestra existencia, o lo que es lo mismo, aún tenemos capacidad de hacer política.
Hay que decirle a las derechas neoliberales y sus patronos los oligarcas, que es una cuestión ineludible que la política como espíritu público no ha muerto, ni morirá, contra el catastrofismo de los que consideran inevitable una privatización de los procesos públicos, favorecedores de la mecanización de la política. Hemos de destacar que a pesar de los intentos de la oligarquía de apropiarse de la política, se destacan hoy en día formas de participación política no convencionales dado el desarrollo de nuevos movimientos sociales e iniciativas populares, que a su vez actúan como dinamizadores de la transparencia y la apertura de los partidos políticos.
Los partidos políticos son una fusión entre ideología y determinados sectores sociales, unos conservadores otros progresistas y otros con una visión y estrategia revolucionaria. Para no echar a todos en el mismo costal, cabe aclarar que la izquierda revolucionaria adquiere después de la guerra, una connotación formal de partido político, aunque su intervención política también se desarrolle a través de otros instrumentos y en otros escenarios más allá del sistema político representativo, guiado por sus principios y su programa político.
Con el actual gobierno impulsado y construido a través de la lucha tenaz del FMLN, se está caminando sin dudas, hacia el alza en los niveles educativos y más información política de la población; a la desaparición de las deficiencias en la politización de las mujeres; el aumento en la difusión de valores materialistas, favorecedores de una mayor atención a todo lo relacionado con la política, que requiera una destreza más allá del simple acto de votar en unas elecciones; y cuarto, una población salvadoreña que por primera vez da sus primeros pasitos hacia una educación en los valores de una democracia participativa en proyecto.
Es necesario entender y comprometernos con el futuro inmediato y a largo plazo, como un horizonte de dudas, aciertos, grietas y posibilidades que aparecen en nuestro sistema político, hasta hace poco inamovible, con el ánimo suficiente para renazca una nueva inteligencia política para lograr el salto hacia el cambio profundo, que cree interés político, instituciones generadoras de igualdad y libertad, de individualidades autónomas pero sobretodo, creador de identidades colectivas, populares y profundamente democráticas.
Ciertamente resulta más que utópico, irracional –¡o malicioso!-, pedirle a los partidos políticos que dejen de hacer política para convertirse en una asociación de caridad o en club de diletantes, pidiendo despolitizar lo que por naturaleza es político, es decir público. Hacer crítica al gobierno y al Estado, o a cualquier partido político no puede ser sinónimo de traición a la patria o sedición contra el sistema. Sí es absurdo, considerar que en un sistema de partidos, el partido político, como puente de representación entre la sociedad y el estado, debe deshabilitarse. La campaña de despolitización que hoy arrecia la burguesía, está sin duda enfilada a la privatización de la política, dejando al pueblo y sus opciones fuera de las decisiones estratégicas.
La exposición de las concepciones institucionalistas contractualistas, brillantes tesis del enciclopedismo francés, la burguesía neoliberal pretende hacerlas suyas y deformarlas para boicotear la visión de rediseñar el sistema político y construir una supra legalidad que supere, con la participación popular políticamente consciente, el positivismo decisionista del Estado neoconservador, que como antecedente construyó una partidocracia de derechas, apropiándose y deformando la representación delegada hasta convertirse en una pseudo “clase política”.
Esta supra legalidad, dice Flax debe instalar principios de justicia e igualdad en la estructura básica de la sociedad, que establecen un criterio normativo de demarcación entre lo aceptable en una democracia participativa y aquello que debe rechazarse (Javier Flax, Crítica al decisionismo) A la vez, esta estrategia refuerza la autonomía de la política frente a las desigualdades crecientes que impone el mercado. La propia supra legalidad se constituye como el límite de la obediencia frente a la legalidad injusta, usurpada por las derechas que tratan de detener los cambios profundos.
La democracia, en el discurso de las derechas reaccionarias se reduce a la elección periódica de representantes, aunque ese método se demuestre reiteradas veces deficiente y excluyente. Sin embargo, los contenidos sustantivos de la democracia efectiva son ignorados a propósito y sustituidos por la práctica concentradora y discrecional del poder político, que constantemente apela a la excepcionalidad de los conflictos generalmente manipulados, con el propósito de desinformar al pueblo.
La transformación del estado y la sociedad, en buena parte provocada por un nuevo y masivo empuje de algunas fuerzas sociales y su incidencia en la economía, la política y la cultura, asegura a priori una mayor exigencia democratizadora en el futuro cercano. Los procesos electorales son capitales para la legitimación democrática, pero la vida de la sociedad y la de su instrumento de gobierno, el Estado, no se reduce a las elecciones.
Efectivamente, la vox populi puede de alguna manera oírse el día de las elecciones, o también es posible que uno crea haberla escuchado, o se pretende que sea escuchada. Sin embargo, no es cierto que esa voz popular se haga sentir en las decisiones tales cómo cuál debe ser el salario mínimo adecuado, o cómo hacer accesible la compra de medicinas, o si consorcios privados deban manejar la salud, la educación y los servicios públicos, o cuales deben ser las políticas adecuadas para asegurar a nuestra niñez y adultos mayores, o de cómo construir una cultura de igualdad para la mujer.
Presumamos que el pueblo ejerce su poder electoral, pero si además sostenemos que el poder no debería consistir sólo en decidir quién ha de solventar los problemas del país sino el poder de tratar de solucionarlos por sí mismo, estamos ante un razonamiento distinto asociado siempre a la democracia directa, que hoy resucita con el nombre de democracia participativa, la cual nos lleva sin duda, a otro plano de complejidad política que defina la participación.
De tal manera, que el hecho de elegir representantes con la modalidad que sea, en un sistema político como el nuestro, lleno de vicios políticos heredados de las viejas (y aún vigentes) concepciones del poder autoritario, hoy adornado con discursos de aparente democracia e ideas arraigadas en una Constitución cuyo espíritu y contenido, han sido vilipendiados con el mayor de los cinismos, carece de seriedad, sino toca las causas del problema de la participación popular y la representación legítima de las masas. Un problema como lo hemos dicho ya, por demás histórico y político de primer orden.
Schmitt (Legalidad y legitimidad, 1932) lleva su razonamiento hasta las últimas consecuencias para exhibir los problemas del normativismo legalista (el que hoy defiende la burguesía y las derechas, después de que la tuvieron supeditada por decenas de años) que se vale de la mera forma de la legalidad con el objeto de mostrar que tal legalismo, que tiene la regla de la “mayoría” como criterio de legitimidad, puede cobijar cualquier contenido normativo en la medida que se aparte de todo criterio político.
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