Valores como el respeto, la solidaridad, la honradez, la seguridad y la justicia están seriamente devaluados en el vivir cotidiano, y esto mina la convivencia colectiva y pone en jaque constante a la institucionalidad.
Escrito por Editorial.21 de Abril.Tomado de La Prensa Gráfica.
Al hacer un análisis desapasionado de las distintas dinámicas que se manifiestan con más relevancia en el quehacer nacional, es inevitable percibir cómo seguimos inmersos en una crisis de valores que lo va contaminando todo, con los efectos perniciosos que de inmediato se perciben en el ambiente. Valores como el respeto, la solidaridad, la honradez, la seguridad y la justicia están seriamente devaluados en el vivir cotidiano, y esto mina la convivencia colectiva y pone en jaque constante a la institucionalidad. Cada cierto tiempo se habla del tema en términos generales, pero la irrupción continua de situaciones muy concretas hace que toda la atención se enfoque en el suceso inmediato, sin que nunca parezca haber tiempo para diseñar una estrategia nacional de rescate de valores, para ponerlos en vigencia más allá de los enunciados y las declaraciones.
El valor respeto, por ejemplo, brilla literalmente por su ausencia. Y eso se percibe desde las más altas esferas hasta los acontecimientos de calle. Cuando las autoridades y los funcionarios discrepan por alguna cuestión específica, con facilidad derivan en las desautorizaciones ofensivas, que dificultan aún más la intercomunicación respetuosa que es indispensable para funcionar bien en el ejercicio democrático. El respeto es una de las formas más expresivas de la cultura; y cuando no existe el respeto ciudadano básico hay que concluir que la cultura nacional de la convivencia aún está en pañales, lo cual exige tratamientos correctivos y reconstructivos de fondo.
Por su parte, la justicia requiere recomposiciones impostergables. La Administración de Justicia, tal como actualmente funciona, no responde a las exigencias mínimas de la normalidad democrática. El sistema en su conjunto ha sido desbordado por los acontecimientos, como puede constatarse de manera inequívoca con la situación del sistema penitenciario, que sí merece el calificativo de fallido. La crisis de la justicia organizada se grafica de manera patética con el trastorno que impera en el interior de la misma Corte Suprema de Justicia. Con ese ejemplo es muy difícil reclamar consistencia, cordura y armonía en los otros niveles de dicho Órgano fundamental.
El país, en general, padece una crisis de intolerancia que obstruye en forma sistemática las posibilidades de encontrar, con fluidez y naturalidad, las soluciones que requieren nuestros más complicados y palpitantes problemas estructurales. Y lo más deplorable e injustificable es que esta situación también prevalece en los más elevados niveles de la institucionalidad pública, como puede constatarse prácticamente casi a diario con los conflictos evitables y fundamentalmente temperamentales y de interés mezquino que proliferan.
Cuando se habla de crisis de valores comúnmente se tiene la tendencia a ubicar esta temática en el plano de las cuestiones tangenciales, como si los problemas de fondo fueran otros. La verdad es que una crisis de valores, y más cuando es endémica como en nuestro caso nacional, lo que muestra es un quebranto profundo, cuyos efectos se manifiestan y se infiltran en todas las áreas y estructuras del cuerpo social. Esto es justamente lo que vemos prevalecer en el ambiente, y a estas alturas con un poder de evidencia cada vez más incuestionable.
Es del más alto interés nacional que se tomen iniciativas sustanciales y efectivas para contrarrestar tal crisis de valores, desde lo educativo hasta lo político, pasando por todas las otras expresiones del quehacer humano, tanto individual como colectivo. No hay que perder más tiempo.
Es urgente evitar que la crisis de valores siga profundizándose
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