Escrito por Juan Héctor Vidal.11 de Abril.Tomado de La Prensa Gráfica.
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De “conspiración” calificó el doctor Marcel Orestes Posada (Magistrado de la Sala Contencioso Administrativo) la demanda interpuesta por nueve magistrados contra cuatro colegas de la Sala de lo Constitucional y, un matutino, de “inédita”. Ambas interpretaciones las compartiría totalmente, si no fuera porque el enfrentamiento entre el llamado G-9 y los que yo considero “apóstoles” de la justicia se ha dado en el marco de una democracia aunque sea incipiente. En otros tiempos, un conflicto de esta naturaleza hubiera permanecido oculto o nunca habría ocurrido, porque el sistema no lo permitía.
Pero tampoco en este caso, el mérito absoluto del sistema democrático radica en haber creado los espacios para que semejante problema se hiciera público, sino en haber permitido que la Sala de lo Constitucional haya reivindicado el respeto a la institucionalidad con sus primeras sentencias que, no cabe duda, dieron pábulo para que casi la mayoría restante fuera exhibida ante la sociedad, como verdaderos anti sistema.
Así, han asumido una actitud que casi todo el mundo critica, a partir del intento del presidente de la CSJ de moralizar el funcionamiento de todo el Órgano Judicial, cuyo desempeño ha sido históricamente objeto de fuertes señalamientos por propios y extraños.
Esto no parece incomodar a los “alzados”. En otras palabras, todo indica que estos siguen aferrados a un pasado oscuro de la justicia salvadoreña. Su actitud resulta más censurable en la medida que lo que está de por medio –al final de cuentas– no es tanto la pérdida de privilegios como tal, sino el mantenimiento de prácticas inveteradas que han sido en gran parte responsables del escaso desarrollo político, económico, social y cultural que exhibe el país.
Cuando menos, se pueden plantear tres hipótesis en torno al desmadre que vive la CSJ. Primero, que a los rebeldes les tiene sin cuidado la institucionalidad que supone toda democracia funcional. Segundo, y como un corolario de lo primero, que son incapaces de procesar la importancia que reviste en la transición que vive el país la pronta y cumplida justicia, en un marco de transparencia, valores éticos y solvencia moral. Y, tercero, que les importa un comino aparecer ante la sociedad como cohonestadores de la corrupción que tanto afecta al país.
La decisión de acudir a la Fiscalía General para que inicie una investigación sobre los cuatro miembros de la Sala de lo Constitucional –que por cierto no necesitan que alguien los defienda porque ante la sociedad no aparecen como delincuentes, sino como personas comprometidas con los valores y principios democráticos– sí se puede considerar como inaudita, porque se debe estar libre de toda culpa para arremeter contra un reducido número de colegas que, según se comenta, les tienen pateada la cola, como se dice en buen salvadoreño.
Todo indica que en un vano intento de salvar su prestigio, o más bien, su propio pellejo, han diseñado una diabólica estrategia para propiciar un antejuicio con el ya también calculado objetivo de lograr una destitución y hasta una acusación por prevaricato de cuatro hombres cuyo único delito ha sido volver por los fueros de la decencia y la pulcritud en la aplicación de las leyes y fundamentalmente de la Constitución.
Aquí cabe, además, el calificativo de verdadera conspiración, porque estarían entrando al juego otros actores que también le temen a la actuación de la Sala de lo Constitucional.
En este último caso, aludo a la clase política y a ciertos sectores de poder, que creyendo que esta última iba a estar a su servicio como antaño, estarían prestos a colgar vivos a cuatro de sus miembros. Retomo así la versión que anda circulando de que el peor error que cometieron los diputados es haber elegido a estos honorables salvadoreños. En todo caso, lo más deleznable es el intento de desquiciar más la ya precaria institucionalidad democrática.
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