Escrito por Eduardo Rohde Schell.24 de Marzo. Tomado de La Prensa Gráfica.
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Al cumplirse este día, 24 de marzo, el 31.º aniversario de la muerte de monseñor Óscar Arnulfo Romero, su caso continúa siendo un tema polémico en la esfera pública y aunque son abundantes los testimonios que robustecen su imagen de guía espiritual y pacificador, siempre preocupado por los pobres, su martirio acaecido en época de guerra, en un periodo de crisis coyuntural, es sujeto de percepciones diversas, muchas de ellas distorsionadas o con sesgos políticos. Algunos atribuyen lo anterior como causa para que su proceso de canonización, iniciado en 1994, se estudie con detenimiento por la Congregación para la Doctrina de la Fe (evaluación de escritos y homilías). Un primer análisis de monseñor Vicenzo Paglia concluyó: “Romero no era un obispo revolucionario, sino un hombre de la iglesia, del evangelio y de los pobres”. Ya Carlos Di Cicco, subdirector de L'Osservatore Romano, había indicado: “Las beatificaciones duran a veces hasta 50 años, no solo para la debida confirmación de la vida especial del observado, sino también para evitar que influencias y fuerzas de la generación en que vivió –en el caso de monseñor Romero una época bélica– lo utilicen indebidamente, como estandarte o ícono confrontativo”.
Traemos a relación la famosa frase de Napoleón Bonaparte: “En las revoluciones hay dos clases de personas: las que las hacen y las que se aprovechan de ellas”.
Es por ello que debemos tener cuidado con el caso de monseñor Romero y desmitificarlo y alejarlo de la política. En torno a él hay criterios y conjeturas que se mantienen y siempre existirán. Misión espiritual de la iglesia es perdonar y no alentar rencores. Por eso la población cristiana no está de acuerdo con derogar la Ley de Amnistía, pues equivaldría a revivir viejas heridas y crear antagonismos.
Monseñor Romero fustigó a la derecha por sus injusticias sociales, al Gobierno por sus errores e hizo fuertes señalamientos a la izquierda y sectores afines. En 1973, como director del vocero Orientación, criticó a los padres jesuitas por difundir panfletos y literatura de conocido origen rojo. En 1975, como consultor de la Comisión Pontificia para América Latina escribe un informe en donde señala la conducta inapropiada de sacerdotes, religiosas y “cristianos comprometidos” por criticar a los capitalistas y al Gobierno y solicita una línea pastoral certera que estreche las clases sociales en sana colaboración (LPG, suplemento aniversario fallecimiento, 2005).
Una cosa es cierta, la vida y recuerdo de este pastor del pueblo salvadoreño debe desligarse de toda contaminación política, de su utilización como personaje emblemático de cualquier movimiento doctrinario o reivindicativo. Fue un hombre de fe, de convicciones, de entrega a los pobres. Honrarle con este simbolismo hará más fácil su canonización y que su expediente no se demore en la sala de espera vaticana.
Artistas nacionales y de todo el mundo han realzado su persona. Su retrato figura en murales de la iglesia de San Pedro, en San Francisco y en Nueva York, EUA; en la universidad de Burlinstong y en la ciudad de Corrientes, Argentina. En teatro, el escritor Samuel Rowinski creó la obra El martirio del pastor y en las pantallas de cine se exhibió la cinta Romero. Estatuas en su honor se yerguen en la abadía de Westminster, Reino Unido, y en la plaza Salvador del Mundo, en tierra cuscatleca. En el terreno musical, el grupo Exceso de Equipaje, con el coro de la Universidad Tecnológica, grabaron un álbum dedicado a su memoria.
Quién iba a pensar que aquel niño nacido un 15 de agosto de 1917, en Ciudad Barrios, San Miguel –fue aprendiz de carpintería como Jesucristo–, proyectase, posteriormente, su figura de pastor y mártir por diversas regiones del mundo.
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