Los liderazgos políticos tienen, desde luego, un rol en esta tarea, pero, dada su complicidad histórica con las dinámicas desintegradoras, dicho rol debe estar supeditado a una energía social de más amplio alcance. No es de extrañar, pues, que la palabra “cambio”, en boca de los políticos, suene a frase teatral.
Escrito por David Escobar Galindo.09 de Enero. Tomado de La Prensa Grafica.
Hay actualmente en el mundo una especie de sentimiento circulante que va prendiendo de distintas formas según las realidades específicas de cada zona y lugar: a ese sentimiento se le podría llamar, con la provisionalidad que tienen las caracterizaciones de este tipo, “ansia de cambio”. Tal sentimiento no es, desde luego, exclusivo del presente, pues en realidad ha sido el motor anímico de la historia, en todos los tiempos y latitudes; lo nuevo, y hasta original de nuestro tiempo, es el despliegue global del dinamismo renovador, que representa de seguro lo más osado y característico de la época. El ansia de cambio ya no se concentra en el trabajo casi secreto de mentes privilegiadas, y por eso muestra ahora una especie de vitalidad abierta, que asusta por lo que podríamos llamar espontaneidad psicosocial del fenómeno. Tampoco responde a los designios de unos cuantos estrategas empeñados en la conquista del poder, y por eso las fórmulas ideológicas caen en desuso y los planes de dominio planetario, regional o local se marchitan antes de nacer, en contraste con lo que parecía —y sólo parecía—ser posible y aun inevitable hace apenas unos pocos decenios.
Aunque la palabra “cambio” es antigua como la vida, su versión actual quiere resultar novedosa. Y esa novedad se liga con la aceleración de las energías históricas que circulan por todos los aires globales. Tal aceleración es un componente dinámico natural del múltiple quehacer humano de nuestros días, como si la historia ya no quisiera ser vehículo sino sujeto con vida propia real, actual e identificable. Hay, aquí, pues, una expresión seguramente nueva, por lo autoconsciente de sí misma. Se trata de una forma de inspiración espontánea que va más allá de cualquier voluntad o proclama particulares. El punto es que, en el lenguaje político al uso, que es en el que la palabra “cambio” pretende su más lucidora carta de ciudadanía, el “cambio” no es lo espontáneo sino lo inducido. Y para ello hay personajes y líneas de pensamiento que se erigen como adalides del “cambio”. De esto tenemos un catálogo variopinto en el mundo presente.
La naturalidad de la evolución es una de las fuerzas interiores fundamentales de todo proceso vital, independientemente de la naturaleza o la dimensión que éste encarne; pero dicha naturalidad nunca se presenta sola: frente a ella está siempre la animosidad de las resistencias al cambio evolutivo. Lo que tenemos, pues, como experiencia personal, social, nacional y global es una especie de permanente drama bélico entre el ir hacia adelante y el permanecer en el mismo sitio; es decir, entre el impulso del ser que toma conciencia y las retrancas que le salen al paso. Todo esto requiere algo que se vuelve esencial para asegurar la salud básica del comportamiento humano, en relación consigo mismo y en función del mundo en el que se despliega: la organización de la evolución, con sus correspondientes planes de recorrido. Y para organizar la evolución hay que visionar su desenvolvimiento, planificar su ejecución y articular su plan estratégico.
Si de algo hemos padecido los salvadoreños a lo largo del tiempo es de una resistencia perturbadoramente heroica a organizar nuestra propia evolución. Dicha resistencia, cuya explicación de seguro habría que rastrearla por los vericuetos de la patología social, nos ha puesto siempre en trance de desconocimiento de nuestro propio ser. Y de tal desconocimiento al autorrechazo hay apenas una gradita insignificante. No es de extrañar, entonces, que nuestra autoestima nacional haya estado siempre en niveles tan bajos, y que por eso mismo nuestra progresión evolutiva haya tenido tantos accidentes y contingencias, que han sido tratados como malaventuras imprevisibles, cuando en verdad son efectos de ese no haber sabido vernos a nosotros mismos como lo que somos y, sobre todo, como lo que quisiéramos ser.
Sin embargo, el que en las circunstancias presentes del país se esté hablando tan insistentemente de “cambio” es el más elocuente indicador de que vamos reconociendo, así sea por vías alternas y circunstanciales, el imperativo de asumir la inevitabilidad de la evolución. Es como si la evolución se nos hiciera patente por vía alternativa, ya que no hemos sido capaces de asimilar su lógica en forma directa. En definitiva, es el proceso mismo en el que estamos inmersos el que nos va dando las evidencias de su propia dinámica, y a partir de esa constatación nos vamos moviendo por la ruta que conduce al encuentro ya insoslayablemente autoconsciente del ser nacional. Es decir, por la ruta del reencuentro con nuestra verdadera esencia, que desde luego es algo mucho más profundo y raigal que la tan cacareada “identidad nacional”, que se ha prestado a tantas fantasmagorías de distinto color e intención.
En realidad, de lo que se trata no es de cambiar al vaivén de voluntades pasajeras —como son siempre las de los políticos, aun dentro del ejercicio democrático— sino de evolucionar conforme a la dinámica de la propia experiencia acumulada y reciclable en el tiempo. No es inventar novedades, sino procesar vivencias.
El trabajo nacional pendiente en este campo ya está bastante allanado por la misma realidad, en especial a partir del sorprendente final de la guerra interna. Lo que falta es una labor de integración de propósitos y esfuerzos que vaya mucho más a lo hondo de nuestro ser como nación en vías de autorrevelarse. Los liderazgos políticos tienen, desde luego, un rol en esta tarea, pero, dada su complicidad histórica con las dinámicas desintegradoras, dicho rol debe estar supeditado a una energía social de más amplio alcance. No es de extrañar, pues, que la palabra “cambio”, en boca de los políticos, suene a frase teatral. Son los liderazgos socioculturales los que deben abanderar, sin banderías superficiales, la proyección evolutiva, de cuya energía reveladora depende la vitalidad permanente del alma nacional y la salud animosa del espíritu nacional.
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