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2010/01/27

Contra Punto-El necesario debate sobre la reforma constitucional

Escrito por Luis Armando González.27 de Enero. Tomado de Contra Punto.

Sólo es posible hacerse cargo de las fortalezas de una Constitución política, a partir de un debate a fondo sobre ella; a partir de un examen concienzudo de la necesidad o no de reformarla.

SAN SALVADOR-Hace un par de semanas –en el marco de las celebración efemelenista del 18 Aniversario de la Firma de los Acuerdos de Paz— el vicepresidente de la República, Salvador Sánchez Cerén, lanzó al ruedo del debate público el importante tema de la necesidad de realizar reformas constitucionales en normas que, a su juicio, contravienen principios que no le pueden ser negados al pueblo salvadoreño. Se trató de una afirmación no sólo razonable y legítima, sino de de la cual no se derivaba ninguna implicación jurídica efectiva en la naturaleza y estructura del texto constitucional vigente. 

Es decir, era una afirmación que, a lo sumo y en el mejor de los casos, podía dar pie a un importante debate sobre algo en torno a lo cual no se suele discutir. Dicho de otro modo, de la afirmación hecha por el vicepresidente de la República acerca de la necesidad de reformar la Constitución no podía (ni puede) seguirse una reforma efectiva de la misma, en tanto que una reforma tendría que seguir cauces (de carácter jurídico, institucional y político) que van más allá del ámbito del discurso del vicepresidente de la República –y, en general, del discurso de cualquier funcionario del Estado que de forma individual plantee un asunto semejante—. 

En sí  misma, pues, la afirmación del vicepresidente de la República no cambiaba (ni ha cambiado) la naturaleza y estructura del texto constitucional, que sigue ahora tal cual estaba antes del 17 de enero –que fue cuando aquella afirmación se hizo—. Era, eso sí, un desafío a debatir en torno al tema; un desafío a reflexionar desde los ámbitos jurídico, político, sociológico e histórico sobre los fundamentos y sentido de la Constitución Política salvadoreña. 

Y es que sólo es posible hacerse cargo de las fortalezas de una Constitución política –o en sentido opuesto, de sus debilidades— a partir de un debate a fondo sobre ella; a partir de un examen concienzudo de la necesidad o no de reformarla. Nadie dice que de ese examen se deba seguir automáticamente una reforma constitucional, pero tampoco es imposible que ello pueda suceder. No hay porqué cerrarse a esta última posibilidad. Y, en cualquier caso, el debate mismo, si es de altura, haría mucho bien a una sociedad en la cual demasiadas e importantes cosas se dan por supuestas.

Es indiscutible que se pueden tener puntos de partida firmes (casi dogmáticos) a propósito de la necesidad de reformar el texto constitucional o de la necesidad de conservarlo tal cual está, sin cambios esenciales. 

Pero, ¿por qué no abrir un espacio para que quienes sostienen una y otra postura expongan, con seriedad, sus razones y las contrasten con las razones de otros y otras? ¿Por qué no abrir espacio para que la comunidad jurídica intervenga en el debate? ¿Por qué no ceder la palabra a sociólogos, historiadores y antropólogos para que expongan tesis ineludibles sobre el sentido sociológico, histórico y antropológico de las constituciones políticas, su evolución, cambio y funcionalidad?

A todo esto invitaba, quizás sin que él fuera plenamente consciente de ello, la afirmación del vicepresidente de la República. Lamentablemente, lo que pudo haber sido, no fue. Y es que, ni de lejos, en los ámbitos jurídico, político e intelectual se insinuó la posibilidad de tomarle la palabra y de animar un debate de altura sobre la necesidad (o no) de una reforma constitucional.

Lo que es peor: la única reacción  al desafío lanzado por el vicepresidente de la República provino de figuras que, además de no tener la capacidad para aportar algo sustantivo a la discusión, hablaron desde los afectos, el malestar y el resentimiento, no perdiendo, algunos de ellas, la oportunidad de denigrar a quien había osado “irrespetar”  el texto constitucional.  

En un asunto tan trascendental lo emotivo no debería desplazar a la razón. Ni, obviamente, quienes se dejan guiar por las emociones deberían desplazar del debate público a quienes pueden aportarle una necesaria dosis de racionalidad. Y también de frialdad y de objetividad. 

Porque eso de dotar a un texto constitucional de un halo de divinidad –de eternidad y de inamovilidad— un texto constitucional no se sostiene en lo absoluto en la realidad. Eso, al margen de que en muchos de ellos se diga que fueron inspirados por el espíritu divino o se hayan redactado en nombre de Dios.

Sociológica e históricamente, son creación humana. Limitados, imperfectos y sujetos al cambio como todo lo humano. Vistos a la luz de la historia, no hay modo de sostener que las constituciones son eternas. Algunas cambian lentamente, a partir de reformas que muchas veces pueden parecer imperceptibles. Otras, lo hacen de manera brusca, dando lugar a saltos constitucionales en los cuales lo nuevo guarda poca relación con lo antiguo. 

Una Constitución que no cambie en lo absoluto terminaría siendo un texto muerto, que no dice nada a la gente en su vida real. Por supuesto que las constituciones no cambian por ellas mismas; son cambiadas por decisiones humanas, muchas veces tomadas de formas conciente y meditada, pero otras por la fuerza de acontecimientos socio-políticos que obligan a tales cambios. 

Desde la sociología es claro que las Constituciones expresan consensos y equilibrios entre grupos de interés económico, social y político, en un momento histórico determinado. Son una especie de pacto entre fuerzas sociales (económicas y políticas) enfrentadas en sus intereses, pero que deciden dirimirlos en un ámbito (la Constitución) en el cual cada una de ellas logra ver resguardados sus propios intereses, haciéndolos compatibles, al menos provisionalmente, con los de las demás fuerzas sociales existentes. 

Otras fuerzas sociales pueden emerger o se puede redefinir la correlación de fuerzas existentes: cuando esto sucede, no es extraño que se plantee la necesidad de un cambio constitucional, ahí donde la Constitución se considera clave para dar una orientación normativa a la sociedad.

En este sentido cuando se usa el término “pétreo” para referirse a la inamovilidad  determinados preceptos constitucionales o incluso la totalidad de un texto constitucional se trata de una metáfora que quiere reflejar la imposibilidad jurídica (fijada a partir de la Constitución misma) de realizar esos cambios. 

Se trata de una metáfora porque lo pétreo –las piedras, las rocas— también cambian y se transforman. En consecuencia, lo que se considera pétreo desde criterios jurídicos está sujeto a transformaciones, que habrán de ser impulsadas por fuerzas sociales (económicas y políticas) de igual o superior envergadura de las que decidieron establecer el carácter pétreo de una norma constitucional. Esta es la lección fría y objetiva que se obtiene de la historia y la sociología.

El necesario debate sobre la reforma constitucional

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