En El Salvador no sólo hemos estado históricamente muy poco interesados en reconocer los afanes de nuestro devenir, sino que más bien, por el contrario, fuimos perdiendo interés en la memoria.
Escrito por David Escobar Galindo.30 de Enero. Tomado de La Prensa Grafica.
Dice el Diccionario de la Lengua Española que memoria es la “facultad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado”, y que desmemoria es simplemente “falta de memoria”. Pero basta una ligera reflexión sobre ambos términos para sentir que las definiciones aludidas son superficiales e insuficientes. Es cierto que la memoria es esa facultad que nos permite retener y recordar el pasado, pero la función memoriosa nunca se queda ahí: su mismo impulso natural la lleva a reconocer el pasado sobre la base del recuerdo que se hace de él, y, a partir de dicho reconocimiento, a hacer un orden del pasado en el presente, bajo la mirada inubicable pero ineludible del futuro. La memoria, entonces, es una especie de siempre dispuesto mecanismo de enlace entre lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos, independientemente de la conciencia que cada quien —individuo o sociedad— comprometa en ello.
En cuanto a la desmemoria, no puede ser una mera “falta”, ya que depende de algo así como una desconexión que nunca se da de manera mecánica: en algún momento tiene que haber un movimiento que desenchufa los cables de la memoria, al menos aquéllos que transmiten las corrientes directas. Todo esto nos llevaría fácilmente a una primera conclusión clasificatoria entre “memoriosos” y “desmemoriosos”. Una diferencia que desde luego tiene trasfondos, porque memorar es aventurarse a revivir, y revivir es aventurarse a reaprender; y desmemorar es acogerse a la comodidad de lo inmediato, comodidad que, aunque sea tan riesgosa, alivia de la presión de cotejar lo vivido con sus antecedentes siempre aleccionadores. Y así como hay individuos memoriosos e individuos desmemoriosos, hay sociedades ubicables en una categoría o en la otra. Y siempre es útil averiguar dónde está cada quien.
La forma en que se administre la actitud frente a la memoria (o desmemoria) es, en las condiciones de la realidad actual “posmoderna”, un desafío bastante más comprometedor que lo que pudo ser en las etapas históricas anteriores. Si estamos en un momento en que la razón misma está en transición, para asumir una transversalidad ya indetenible, la memoria también tiene que reacondicionarse a su propia transversalidad. ¿Y que pudiera significar esto? Que también está en crisis la linealidad independiente y rectilínea de la memoria, por derivación de la interacción transversal configuradora de todos los procesos humanos Esto significa que el tiempo, como categoría ordenadora de nuestro paso por la vida, ya no es la deidad imperial a la que nos acostumbraron las nociones tradicionales, sino la presencia multifacética en la que coexisten imágenes que no tienen por qué responder a la lógica estricta —y ahora lo sabemos mejor que nunca: artificiosa— del calendario.
La desmemoria, como expresión alternativa esencialmente negadora, funciona como un antidinamismo que contrasta con el dinamismo de la memoria. El memorioso acaba siendo memorante; el desmemorioso acaba siendo desmemoriado. El memorante trabaja activamente con su memoria; el desmemoriado vive, aunque no se dé cuenta, la fermentación de un producto interior que se degrada por desuso. Y estos efectos son no sólo sensibles sino también perceptibles, tanto en los mundos personales como en los universos colectivos. El memorante personal tiende a autorreconocerse en la recurrencia pensada de lo vivido; el desmemoriado personal parece en permanente expectativa frente a su propia vivencia; el memorante colectivo tiende a autorreconocerse en la recurrencia historiada de lo vivido; el desmemoriado colectivo parece en permanente indefensión frente a su propia experiencia. Es un juego revelador de imágenes y contraimágenes.
Vamos, pues, a nuestro país, que es un ejemplo típico de colectividad desmemoriada. En El Salvador no sólo hemos estado históricamente muy poco interesados en reconocer los afanes de nuestro devenir, sino que más bien, por el contrario, fuimos perdiendo interés en la memoria. Esto pareciera tomar un nuevo sesgo a partir del fin de la guerra, que ha abierto la etapa de la reconciliación implícita en nuestra sociedad. ¿Qué queremos decir con “reconciliación implícita”? Que el hecho mismo de haber logrado la solución política para un extremo de violencia como es la guerra genera una atmósfera reconciliadora. En dicha atmósfera hay que construir las distintas edificaciones de la reconciliación explícita; y para esa tarea la memoria es indispensable. Pero no una memoria reivindicativa y beligerante, como algunos todavía quisieran, por la rentabilidad que eso trae consigo, sino una memoria ilustrativa y complementadora, que es la que ayuda a vivir y convivir.
El desinterés creciente en potenciar y habilitar nuestra memoria no fue un hecho casual: derivaba del interés propio del sistema político imperante y también del propio interés de las contrafuerzas que fueron poniéndosele enfrente. Los unos, porque la memoria los ponía en evidencia; los otros, porque su ilusa noción de futuro se basaba en negar todo pasado. Los autoritarios y los revolucionarios fueron, en su momento, depredadores conscientes de la memoria nacional. Pero vino la solución política de la guerra, que los dejó a todos en prometedora orfandad ante el futuro. E, independientemente de las suertes corridas en este presente en funciones por el que avanzamos, la realidad actual del país ya no tiene por qué negarse a las evidencias de su propio ser evolutivo. Llegó, pues, el turno de la memoria, y no para autoflagelación, sino para autoconsagración. Es la memoria que alimenta, no la memoria que purga. Y que, además, nos pertenece a todos, y en la que nos movemos todos.
Es la memoria para el presente y para el futuro, ya no más para el pasado. Viene del pasado, pero no es el pasado, porque el pasado ya no puede ser, por más piruetas que se hagan. De esta convicción tendrían que alimentarse las siembras de lo real en movimiento, que es en definitiva lo único que existe como función transfigurable.
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