Escrito por Francisco Sorto Rivas.11 de Junio. Tomado de La Prensa Gráfica.
Especialista en Gestión de Políticas Públicas
El ejercicio de rendición de cuentas de las instituciones públicas tiende a volverse una práctica común en la medida que se fortalece la democracia y el estado de derecho en una sociedad, porque administran recursos públicos que deberían servir para proveer a la población bienes y servicios meritorios y resolver problemas colectivos que requieren de la intervención del Estado para lograrlos.
Sin embargo, algunos funcionarios y empleados públicos suelen olvidar, en ciertas ocasiones, que quienes pagan sus salarios son los contribuyentes o derechohabientes que enteran impuestos o cancelan tasas, según sea el caso.
Además, a veces se confunde la verdadera motivación de la rendición de cuentas, cuando se pretende justificar el uso de los recursos públicos en actividades ajenas al propósito de las instituciones escrutadas, sosteniendo que todos los gastos efectuados están debidamente documentados; omitiéndose señalar que algunos no corresponden a las misiones institucionales de las entidades analizadas. Puede suceder, incluso, que el dinero no se lo haya apropiado ningún funcionario o empleado; pero no se gastó pensando en el mejor interés de los usuarios de las instituciones, ni se transformó en las obras que debían financiar.
En la escuela de negocios conocemos esto como conflicto de agencia, dado que un administrador maneja recursos de terceros, pensando en su beneficio personal y no en el de sus dueños; esto sucede, en el caso de fondos públicos, cuando los contribuyentes carecen de los medios para auditar el uso de sus impuestos.
Ante esta imposibilidad, los gobiernos, preocupados por transparentar la administración pública, crean organismos de contraloría para fiscalizar la ejecución presupuestaria y la calidad de las obras sufragadas con fondos públicos; estos organismos deben preocuparse porque el gasto guarde correspondencia con los planes anuales operativos de las instituciones y con sus marcos legales.
Esto significa que dichas organizaciones no deberían liberar de responsabilidad a ningún funcionario, mientras no demuestre en qué gastó los recursos que le confió el pueblo para atender sus necesidades colectivas y explique, además, cómo los transformó en valor público.
Dicho control representa un mecanismo democrático para disuadir a los funcionarios públicos de la tentación de mezclar la hacienda pública con la hacienda privada e impedir que las instituciones terminen siendo capturadas por ciertos grupos de interés.
Para ejemplificar este fenómeno imaginémonos a un gerente que compra insumos de mala calidad o a precios superiores a los de mercado, a efecto de favorecer a ciertos proveedores. Al descubrirse dicha práctica, el ejecutivo enfrentaría una demanda por la defraudación de los intereses de los dueños del negocio; si esto es así en la empresa privada, por qué tendría que ser distinto en la empresa pública, máxime que en este caso la gravedad del acto delictivo es mucho peor.
Es por esta razón que la rendición de cuentas no debe verse como una simple formalidad, sino como un ejercicio de transparencia para conocer la calidad de la gestión pública realizada. No solo debe evitarse que los funcionarios y empleados públicos se apropien de los fondos del erario nacional, sino que deberíamos asegurarnos que se destinen al bien común, no a comprar vehículos de lujo, cuando hacen falta ambulancias y medicinas en los hospitales, por ejemplo.
En la empresa privada si un administrador reporta una pobre gestión financiera puede llegar hasta perder su trabajo, incluso; por qué debería ser distinto en el Gobierno.
En todo caso, parece ser que la ciudadanía se ha vuelto más consciente de sus derechos hoy y que los funcionarios también han comprendido mejor en qué consiste la administración pública, así como las consecuencias potenciales de una gestión insatisfactoria.
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