Eduardo Badía Serra. 29 de Junio. Tomado de Diario Co Latino.
Macabro el hecho delictivo sucedido la semana pasada. Verdaderos asesinos incendian un microbús y mueren 15 ó 16 personas, niños, adultos, ancianos, padres de familia, trabajadores, cuya única acción fue la desafortunada circunstancia de ir como pasajeros en ese momento. El pueblo pierde la esperanza, y va un poco como situándose en los extremos: Por un lado, una posición casi absoluta, que raya en un teoricismo casi extremo, y que corre en el sentido de la recuperación de estos delincuentes y su reinserción dentro del tejido social; por el otro, represión total y castigo, algunos llegando hasta la pena de muerte, como único medio para combatir el flagelo de la delincuencia que nos abate.
Unos se refugian en un excesivo legalismo; otros corren tras la acción punitiva inmediata. Aquí se presenta de nuevo la pugna entre lo legal y lo legítimo: Le ley parece proteger al que delinque, pero al actuar así se torna injusta; y hay que recordar que es un principio aceptado de la hermenéutica jurídica el que cuando el derecho y la justicia se enfrentan, habrá que optar por esta última. Esto lo acepta el derecho mismo.
Efectivamente, aplicar la ley permitiendo un acto injusto, podrá ser un acto legal pero no será un acto legítimo, y ante eso, los profesionales del derecho, al así actuar, hacen prevalecer la ley sobre la justicia cometiendo un error de interpretación de la esencia misma de ese derecho que dicen defender. La realidad, nuda realidad, lo que nos muestra es que vamos construyendo una sociedad injusta, y esto más, vamos destruyendo sus mismos valores y propiciando un clima de inseguridad, temor, desaliento y rechazo al modelo social en el que vivimos.
La gente va, lamentablemente, perdiendo la esperanza. Esto es grave. Si bien, como decía Shakespeare, la esperanza es lo propio del desdichado, ya que este tiene en ella su única medida, los actos de esperanza, y también los actos de fe, saben resucitar al hombre y a la sociedad. Esto último ya lo advertía Erich Fromm. Pero la esperanza, continúa este autor, no es simplemente tener anhelos o deseos, no es algo cuyo objeto es una cosa, sino una vida más plena, un estado de mayor vivacidad, una liberación del eterno hastío; teológicamente es la salvación, políticamente es la revolución. No debe verse la esperanza como un culto al futuro, un esperar lo que ya existe o lo que no puede ser, ni tampoco la frase hecha, o el aventurerismo, o el desprecio por la realidad, o el violentamiento de lo que no puede violentarse. Esperanza es más que eso, o mejor aun, es algo diferente.
Es más bien estar presto en todo momento para lo que todavía no nace, un estado, una forma de ser, una disposición interna, un eterno estar listo para actuar. Sin esperanza, dice Fromm, no hay vida, de hecho o virtual. No se trata de, con la esperanza, predecir el futuro sino ver el presente en su estado de gestación. Es la certidumbre de lo incierto, el temple de ánimo que acompaña siempre a la fe, y que no puede asentarse más que en la fe. Quien no tiene fe, ciertamente no puede tener esperanza.
Pero la esperanza, y también la fe, y también la fortaleza, se van perdiendo a medida que la vida transcurre, por los accidentes y las circunstancias que durante ella nos suceden.
Las respuestas y reacciones al despedazamiento de la esperanza varían, dependen de condicionantes históricas, personales, psicológicas, ambientales, culturales. Y esto es lo que, aceleradamente, nos está sucediendo a los salvadoreños. Unas crueles circunstancias de todo tipo nos conducen progresivamente a la pérdida de la esperanza y de la fe, debilitando nuestra fortaleza. La delincuencia, la incapacidad para superarla, y el posicionamiento extremo de nuestras fuerzas políticas ante ella, nos están debilitando, y una de las bases sobre las cuales ciframos el cambio ahora se columpia víctima de los vientos y de las tempestades que ocultos y perversos intereses producen.
El Salvador es ya casi un pueblo sacrificado, crucificado. Pero, recordando a Ignacio Ellacuría, quien citaba a San Ignacio de Loyola, la pregunta no debe ser, ¿Qué hemos hecho para crucificarlo? sino más bien ¿cómo dejarlo en la cruz y hacerlo resucitar? Y ¿cómo puede un pueblo permanecer en la cruz para así resucitar? Pues ¡siendo humano!, nos respondía Ignacio, esto es, siguiendo a Jesús mediante la praxis. Recordemos que fue en la cruz que Jesús se hizo Cristo. Ellacuría hablaba de unos valores que él solía llamar esenciales: La abnegación, esto es, negarse para realizar al otro; la donación de sí mismo y de lo propio; y, justa y precisamente, la esperanza, que nos lleva proféticamente a la utopía. Esta esperanza, continuaba, se sabe manifestar en los pobres con espíritu. Hay que buscar la plenitud de la vida, y a esta se llega con la solidaridad compartida de los pobres con espíritu.
Estamos, pues, sacrificados, crucificados. ¿Cómo resucitar? ¿Decretando la pena de muerte y asesinando a los malos? ¿Aferrándonos la ley y sacrificando a la justicia por el sólo hecho de respetar el estado de derecho? Claramente no. ¿Cómo entonces? Pues, ¡siendo humanos!, y se es humano si se es abnegado, donándonos a nosotros mismos y donando lo propio, y teniendo esperanza, lo cual nos llevará proféticamente a la utopía. En otras palabras, siendo pobres con espíritu, única forma de alcanzar la plenitud de la vida.
Por eso, yo digo:
Pueblo, ¡Rechaza las discusiones ligeras!
Pueblo, ¡Cuidado con los cantos de sirena!
Pueblo, ¡Levántate y anda!
Pueblo, ¡Decídete por el cambio! ¡Anida la esperanza!
¿De política? ¡Noooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
ooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo!
¿Para qué?
De estas, y de otras cosas, seguiremos hablando, si Diario Co Latino me lo permite.
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